Habitar un cuerpo sin dolores no es exactamente ser un cuerpo. Se hace difícil el autorregistro cuando somos jóvenes y nuevos, ansiosos de estrenarnos en nuestras potencias. Supongo que es la razón por la cual a cierta edad nos sentimos inmortales, o al menos invulnerables. No sabemos, no podemos saber hasta habernos quebrado. Y después de esa primera fractura, volver al estado de gracia de una cierta analgesia es irrecuperable. A menos que recurras a sustancias poderosas. O que en la infancia, en los breves momentos de soledad que daba un entorno demasiado habitado, te hayas entrenado en desprenderte del cuerpo y sus sensaciones hasta el punto en que algo se rompía en tu interior y necesitabas volver a sentir.
Esta es mi relación con el dolor físico: en el inicio, rabia y rebeldía por aquello que escapa de cualquier control. Luego negación; estirar los límites de la barrera de dolor, ya de por sí alta, para convencerme de que todavía puedo soportar más y recuperar la ilusión de control. Por último, cuando ya no hay manera de soportar más, resignación. Al dejar ser al dolor, sobreviene una especie de adormecimiento por exceso. El cuerpo se entumece, las palpitaciones y desgarros se alejan de su epicentro como las ondas allí donde la piedra impacta el agua. Por un instante el mapa de las grietas de los sucesivos cortes y fracturas se unen, vuelvo a ser Pangea, una pieza entera, un ser humano inaugural en los instantes posteriores al terror del alumbramiento.
En ese mismo momento empiezo a olvidar que alguna vez fui rota; a fuerza de repeticiones, el ciclo del dolor físico se vuelve una forma de vida.