La siesta es un horno y no hay árboles en la vereda. Ni siquiera cordón al que orillar el auto. Bajamos en un silencio matizado de chicharras y el rumor de algunos camiones que cada tanto remontan la avenida, a unas cuadras. El barrio todavía parece zona de chacras y la casita color hormigón se yergue entre dos medios lotes con el pasto crecido, su estructura de modesto palomar copiando la de casas más grandes y modernas.
Lo primero que me llama la atención es el arbolito ornamental junto a la puerta. Está verde y lleno de hojas. Ella abre la cancel y después la entrada principal. Ninguna de las tres habla por un rato largo. Pasamos el recibidor donde no se amontonan boletas ni volantes, la puerta del dormitorio está abierta. Desde el living comedor llega el resplandor del sol. La motito sigue estacionada en mitad del pasillo.
“A ver si hay luz” dice ella, monocorde. Hay luz. Pasa al baño y cierra la puerta. P y yo seguimos camino a la cocina sin saber bien qué hacer.
Es la primera vez que entro a la casa de la Flaca. No desde el accidente; de verdad es la primera. Nunca antes había entrado. Soy amiga de su hermana desde hace años. A la Flaca la vi crecer, compartimos montones de cumpleaños y previas de boliches, pero no éramos amigas. No fue al último cumpleaños de su única sobrina, tampoco al anteúltimo, así que llevaba por lo menos un año y medio sin verla. A ella, mi amiga, le daba mucha bronca que la Flaca se perdiera los cumpleaños de su gurisita. Pero a la vez la admiraba por ir siempre detrás de lo que surgiera, fiel a sí misma.
La casita es sencilla. Dos ambientes, un patio diminuto, todo decorado con sencillez y buen gusto, con criterio de hogar. No es difícil imaginarse a la Flaca trajinando en la cocina, repantigada en el sillón con la nariz metida en un libro, escribiendo la lista del supermercado sobre la mesada, tomando una cerveza con los pies en alto mientras escucha música brasilera y mira el atardecer sobre su mínimo jardín.
En el living, al lado del sillón-cama, están los papeles de la apostasía que iba a mandar al arzobispado cuando volviera de las vacaciones. También sus últimos análisis clínicos. La bacha de la cocina está llena de cactus y suculentas espléndidos. Los cuchillos ordenados un poco desprolijamente en la banda imantada que los sujeta a la pared, los condimentos (sal, aceite, vinagre, especias) en sus envases plásticos descoloridos por el sol.
No me animo a pasar la escoba porque sé que no hay polvo que barrer, así como tampoco hay telarañas que quitar. La madre viene a esta casa dos veces por semana, si no más. Sin embargo, esta no es una casa habitada. No es un hogar, aunque lo parezca; aunque el orden de las cosas y la persistencia en la alacena de un paquete de galletitas que quedó a medio comer, cerrado con un broche y ya muy vencido, indique lo contrario.
Ese paquete de galletitas, las latas de conservas en el aparador, los condimentos, la ausencia de mugre o de polvo en suspensión, el shampoo y el jabón que nadie sacó del baño, me perturban mucho más que la certeza de que la Flaca no va a volver a entrar por la puerta que recién atravesamos. Ya pasaron trece meses desde que ella, su hermana, me envió el mensaje de whatsapp donde me comunicaba que se iba de urgencia a buscarla, justo en la víspera de año nuevo. Desde ese día casi no volvió a hablar en otro tono que este monocorde al que todavía no me acostumbro. Desde ese día, sólo entró dos veces a la casa de la Flaca. Esta es la segunda.
Mientras ella abre y cierra cajones pesadamente, evaluando qué llevar, suenan notificaciones en su celular una tras otra, con intervalos breves. Es la madre. La escucho en mi cabeza como si pudiera leerla: no toques nada, llevate lo que quieras pero dejá todo en su lugar. Hablamos de lo difícil que le debe ser todo ahora, llegada al punto de pretender que la casa de su hija pequeña es un memorial suspendido en el tiempo. Un museo pero también un espacio habitable, como si la Flaca pudiera caer en cualquier momento a reclamar algo de todo lo que dejó. Como si sus pertenencias siguieran siendo suyas, cuando ya no.
Pasamos a la habitación. Abrimos la persiana para que entre el sol. El placard no tiene puertas, es un mueble reciclado lleno de perchas y estantes con remeras y shortcitos que podría usar mi sobrina adolescente. Hacemos bromas con el tamaño de la ropa y la cantidad de calzado, ni un solo comentario acerca de toda esa ropa ordenada tal como la dejó antes de irse de viaje, ni de los pareos de playa que quedaron sin doblar sobre la cama aún tendida, ni de la valija cerrada con candado que trajeron al regresar y sigue ubicada al lado de la silla de la computadora.
Mi amiga elige cosméticos y unos pareos, y mientras busca una bolsa para guardarlos esboza un “JA!”; levanta triunfalmente una buclera. “Hijita de puta, y me porfiaba que no la tenía ella”. Pero no se la lleva. La deja donde estaba, al lado del monitor.
Nos quedamos sentadas una hora mirando fotos viejas y tomando agua de una botella que trajimos por si no había nada en la heladera (que sigue enchufada y funcionando). Fotos de las hermanas juntas y por separado, vestidas para el corso barrial, haciendo deportes, en los cumpleaños, en la escuela, jugando con su padre en una de las escasísimas fotos que existen de él. Fotos del carnaval,donde la Flaca brilló diez, doce temporadas. Bronceada y maquillada, con esa gracia natural y un gesto pícaro, casi infantil aunque se parase con porte majestuoso y usara una bikini mínima con caireles o un espaldar tupido de plumas. Queremos convencerla de llevarse todas las fotos que pueda, pero toma menos de diez y decide que es momento de irnos.
Ya de salida, reparo en el pequeño espejo de venecitas entre la puerta del dormitorio y la puerta principal. ¿Se habrá mirado allí antes de salir, o habrá cerrado apurada, con desapego, con la ligereza del que da por cierto el regreso? Retrocedo un paso para controlar que la persiana haya quedado baja. Lo último que pienso es: qué hermoso sería escuchar caer la lluvia en esta casa.