“El fascismo no es una idea a ser debatida, es un conjunto de acciones que se debe combatir”
Lo que sigue es una traducción muy libre de un artículo publicado originalmente aquí y cuya lectura recomiendo tener en cuenta porque el peligro que algunos avizoramos hace años es ya inminente.
Cuando estaba en la secundaria en Sarajevo, mi mejor amigo era Zoka. Escuchábamos las mismas bandas, íbamos a los mismos recitales de rock, encontrábamos chistosas las mismas cosas estúpidas, jugábamos al fútbol juntos, esquiábamos en la misma montaña, éramos hinchas del mismo club de soccer, éramos confidentes: chicas, emborracharse en el parque después del colegio de la misma botella de licor barato. Discutíamos sobre muchas cosas, muy frecuentemente sobre películas. En los tempranos años ’80 (y subsiguientes) me creía muy versado sobre cine, lo que me llevaba a deplorar las películas que él apreciaba.
Fuimos pasando menos tiempo juntos después del secundario, pero seguíamos cercanos, jugando fútbol regularmente y discutiendo bastante seguido. Pero entonces, poco a poco, de forma tan regular como para ser imperceptibles para mí, se convirtió en un apasionado nacionalista serbio. Los posters de bandas de rock fueron reemplazados por fotos de los santos serbios y generales de la Primera Guerra Mundial. No volvió a citar líneas de películas y sí líneas de Gorski Vijenac (The Mountain Wreath), el poema épico del siglo XIX sobre el legítimo exterminio serbio de los musulmanes. Detesté su giro a la tradición nacionalista, completamente extraño al espíritu urbano de Sarajevo, en donde ambos habíamos crecido, y frecuentemente se lo decía. Llegué al punto en que era más frecuente llegar a un espiral de discusión en cualquier momento en que nos veíamos. A menudo insistía, antes de herirme a mí mismo, en que deberíamos evitar “la política” y atenernos a conversaciones sobre fútbol y películas, pero para el tiempo en que la guerra comenzó en Croacia, con las atrocidades cometidas por el ejército serbio en las noticias, se me hizo difícil evitar el tema.
La última vez que estuvimos juntos fue en el otoño de 1991, la guerra arreciaba en Croacia. Discutimos durante horas, en el transcurso de esta discusión él insistía en que Radovan Karadzic (actualmente sirviendo una sentencia de 40 años por genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad) representaba los intereses del pueblo serbio, incluyendo a Zoka. Recuerdo muy claramente mi respuesta considerada hacia él, aderezada por un grito apenas reprimido: “Bien, entonces, púdrete y que se pudra toda la gente que Karadzic representa!”
En la primavera de 1992, Zoka habìa dejado Sarajevo y a su novia para unirse al ejército serbio como doctor (estaba en la escuela de medicina). Ella provenía de un entorno musulmán y era, diríamos, proclive a no seguirlo así que se quedó en la ciudad. Más tarde, él le diría a uno de nuestros amigos en común que “ella escogió a su gente”. No sé qué habrá pasado con ella, pero su gente quedó bajo sitio por más de cien días, en el transcurso de los cuales más de once mil de sus paisanos, incluídos mil niños, fueron masacrados.
Pese a todo, aún después de haber emigrado a Chicago en 1992, intercambié con él unas pocas cartas con mucho contenido político. En algún momento del verano de 1992, que fue increíblemente sangriento en Sarajevo, escribí, en la que sería mi última carta a Zoka, que Slobodan Milosevic, el presidente nacionalista de Serbia y del Partido Socialista, que moriría en The Hague esperando juicio por genocidio y crímenes de guerra, era un nacional socialista, o en otras palabras, un Nazi. En su respuesta, Zoka apoyó completamente a Milosevic, que para él representaba los intereses del pueblo de Serbia, y escribió aquella frase que reza “Hitler hizo muchas cosas buenas por Alemania”
En una suerte de epifanía, entendí que la carta fue escrita en un lenguaje que ya no podía reconocer, no sólo porque él usaba un dialecto y dicción más cercanos a Gorski Vjienac que en nuestras discusiones pasadas. Ahora estábamos tan lejos que cualquier cosa que yo pudiera decir no lo alcanzaría jamás, menos convertirlo nuevamente en lo que pensaba que era la auténtica y original versión de mi amigo. Nunca respondí a su carta, tampoco volví a verlo, pero él escribió una carta a mis padres (que habían sido amigos de los suyos). Allí, él dibujó un pequeño mapa representando el asedio de Gorazde, una ciudad a sesenta millas de Sarajevo donde estaba desplegado, explicándoles orgullosamente que los Serbios no se preocupaban tanto por la ciudad tanto como deseaban capturar la fábrica de armas cercana. Mi madre, que me imploró no terminar mi amistad con Zoka “por cosas de la política” desechó la carta, porque el Zoka que había conocido estaba ausente en ella. La leí también. No sólo fue escrita por un extraño, sino por un enemigo.
Mi relación con la guerra ha sido siempre signada por una intensa sensación de que fallé en ver lo que venía, aún cuando todo lo que necesitaba saber estaba allí, frente a mis ojos.
Mientras Zoka tomó parte activa en realizar las ideas sobre las que yo argumentaba en contrario, mi aporte no fue más allá de poner una pequeña presión sobre sus puntos de vista, un pequeño pataleo. Me he sentido culpable, en otras palabras, por hacer poco, por extender mi diálogo con él (y otros pocos amigos nacionalistas serbios) por demasiado tiempo, aún cuando sus posiciones (todas ellas fácilmente rastreables en la propaganda serbia de base) fueron concretadas en una sangrienta y criminal operación. Estaba ciego, supongo, por nuestra amistad que había terminado, lo sé ahora, mucho antes que nuestro diálogo. Por todo eso aún me siento culpable y avergonzado por mi cobardía y el pensamiento ingenuo de que si nosotros sólo podíamos seguir conversando, algo podría traerlo de regreso. Retroactivamente reconocí que su odio y racismo estuvieron siempre presentes, y no había ni propósito ni beneficio alguno en nuestra conversación. Yo había estado mucho tiempo gritando a un vacío humano.
Evoqué mis memorias de Zoka a inicios de este otoño, cuando se anunció que Steve Bannon abriría el festival de The New Yorker y se cruzaría en una conversación en el escenario con su editor en jefe, David Remnick. Me molesté tanto que precipité la conclusión de que el fascismo de Bannon era, para el New Yorker, apenas una diferencia de opinión que podría ser públicamente debatida para el disfrute intelectualoide de su audiencia paga. Enojado, revisioné un intenso aunque cortés intercambio de ideas en el foyer. En mis tweets, imaginé una fiesta posterior donde Bannon se mezclaría con gestores de fondos de cobertura vanguardistas, literatos de alta gama y fotógrafos de moda, donde todas las diferencias de opinión quedarían subsumidas en la solidaridad entre celebridades, y lavadas con champagne.
Lo tomé extremadamente personal, en otras palabras, porque yo había publicado en TNY y participado en el Festival muchas veces. Estaba abrumado por un sentimiento de traición, debido a que me parecía que Bannon, el Gran Pensador del Nacionalismo Blanco, que ha dedicado su vida a destruir y sojuzgar personas como mi esposa (afroamericana) y yo (un inmigrante), así como a nuestros niños, familias y amigos, era bienvenido a un importante despliegue de bourbon, después de un estimulante debate sobre una América que él proclama amenazada por gente de color sediciosa e inmigrantes. El TNY reportó que en su invitación a Bannon, Remnick escribiò; “Estaríamos honrados de tenerle”.
Pero a pocas horas del anuncio, justo mientras intensificaba mi búsqueda furiosa de cosas para romper, el TNY desinvitó a Bannon. Remnick difundió un memo entre el staff en el que explicó sus razones para invitar y entrevistar a Bannon, y reconoció que una conversación pública era el fomato incorrecto para ello. Encontré el razonamiento de Remnick reconfortante en su sinceridad y convicción en la verdad del periodismo, aún cuando comenzaba pensando que una entrevista en vivo sería inevitable y obviamente tomaría la forma de un intercambio de ideas. De hecho, se emitieron públicamente varias opiniones durante mucho tiempo, en Twitter y en las páginas del TNY, indicando que prohibir a Bannon estaba sofocando un diálogo necesario, que “nosotros” tenemos que involucrarnos con el “otro” lado, quienquiera que seamos. Y repentinamente, Bannon estaba chispeando bajo las luces brillantes del mercado de ideas (cualesquiera fuesen), y yo estaba de nuevo ávido de cosas que romper.
La discusión pública gatillada por la (des)invitación me confirmó que sólo quienes están a salvo del fascismo y sus prácticas son propensos a creer que puede haber un beneficio en intercambiar ideas con fascistas. Lo que para ese privilegiado grupo es materia de una potencialmente productiva diversidad de opiniones, es, para muchos de nosotros, un asunto de supervivencia básica. La cualidad esencial del fascismo (y su asistente, el racismo) es que mata gente y destruye sus vidas, y lo hace porque abiertamente apunta a eso.
Veamos la política de Stephen Miller y Donald Trump sobre “cero tolerancia a la inmigración ilegal”. La idea central del fascismo, apareciendo en un pequeño repertorio de disfraces familiares, es que existen clases de seres humanos que merecen menosprecio y destrucción porque por alguna razón (genética, cultural, lo que sea) son inferiores a “Nosotros”. Cada maldito fascista, Bannon incluído, pugna por llevar esa idea al acto, aún si él (y usualmente es un Él, porque el fascismo es una idealogía masculina y por lo tanto inherentemente misógina) se escuda en un discurso de victimización y defensa propia de la nación. Sabes, ellos contaminan nuestra nación/raza, están destruyendo nuestra cultura, debemos hacer algo con ellos o pereceremos.Al final de semejante trayectoria ideológica está siempre el genocidio, como fue el caso en Bosnia.
Los efectos y consecuencias del fascismo, de cualquier modo, no están igualmente distribuidos a lo largo de la trayectoria. Sus ideas son ejecutadas primero y principalmente en los cuerpos y vidas de las personas cuya presencia en “nuestro” dominio nacional es prohibitiva. En el caso Bannon/Trump, ese dominio es nativista y blanco. Actualmente, sus ideas son infligidas sobre personas de color e inmigrantes, que no experimentan esas ideas de otra forma que como violencia. La práctica del fascismo reemplaza sus ideas, que es por lo cual las personas afectadas y disminuidas por él no están tan interesadas en el mercado de ideas, en el cual los fascistas tienen un poder privilegiado de compra.
El error en la invitación a Bannon como acto principal de TNY Festival no habría residido en darle una plataforma para esparcir su retórica de odio, porque era tan probable que él convirtiese a cualquiera como a sí mismo en la conversación con Remnick. El error catastrófico hubiera residido en permitirle divorciar sus ideas de la práctica fascista en las que se actualizan con brutalidad. Si es relevante, no es como un pensador, sino como un (ex) ejecutivo que ha trabajado para construir el edificio de poder trumpista que enjaula a los niños y desmantela los mecanismos de la democracia.
No debemos olvidar, por supuesto, que el TNY ha investigado de manera constante e implacable la conducta maliciosa de los trumpistas, publicando historias sustanciales e irreprochables sobre la destrucciòn de América por parte de la administración. En su memorándum, de hecho, Remnick insistió en que su intención era cuestionar de manera inquebrantable estas prácticas bannonitas. No obstante, al compartir la marquesina con Zadie Smith o Haruki Murakami, a Bannon el Fascista se le habría permitido aparecer con la apariencia de un hombre de ideas.
Para comprometerse adecuadamente con Bannon y sus semejantes, los nacionalistas blancos y los supremacistas que actualmente pueblan y dan energía al gobierno estadounidense, deben identificarse como lo que son: fascistas. Gran parte de los medios y la prensa estadounidenses de este lado de la oscuridad de Fox News no se atreven a llamar a un fascista. Esto se debe en parte a la complicidad con la cultura del liderazgo y la adoración de las celebridades. Pero creo que también es un asunto de un miedo insoportable que la forma de la sociedad estadounidense y las prácticas de las que ha dependido durante mucho tiempo para mantener cierta apariencia de democracia se están destruyendo, y nadie sabe qué hacer al respecto, excepto con la esperanza de ser salvado por Mueller y/o el juicio político.
Si se llamara a Bannon como lo que es, un fascista, el mercado de ideas tendría que enfrentar el hecho de que el gobierno estadounidense se está radicalizando rápidamente, que cosas inimaginables podrían estar a la vuelta de la esquina y que hay muchos caminos tentadores hacia la complicidad. de plena colaboración. La idea de que estamos todos juntos en esto y que debemos seguir hablando es peligrosa, al igual que mi compromiso con la amistad, porque podríamos estar perdiendo el tiempo y la ira en un diálogo fundamentalmente desequilibrado, donde un lado está armado de ideas, y el otro está armado con armas.
Es aterrador pensar que podríamos estar entrando en el modo de guerra civil, en donde ninguna de las diferencias y desacuerdos se pueden resolver en una discusión. Es muy posible que no haya una solución a la situación actual hasta que un lado se destruya completamente como un poder ideológico y una entidad política. Si ese es el caso, la ineludible lucha requiere que las fuerzas antifascistas identifiquen claramente al enemigo y se comprometan a derrotarlo, sea quien sea, lo que sea necesario. El tiempo de las conversaciones con los fascistas ha terminado, incluso si se trata de tu mejor amigo de la escuela secundaria.
Aleksandar Hemon es autor de cinco libros que incluyen The Book of my Lives y The Lazarus Project. Recibió una beca Guggenheim, una beca MacArthur y el PEN / W.G. Premio Sebald.