1.
Mi hermana llora sin parar. No estoy con ella, no puedo verla ni oírla. Sólo leo sus palabras en whatsapp justo antes de irme a dormir, mientras de fondo se escucha la letanía de diputados que debaten en el recinto la despenalización del aborto en Argentina. Cuando mi hermana llora se borra el mundo. Así es desde que éramos chiquitas. Ella no sabe (nunca le conté) de esta angustia que comparto aunque muchas veces la reserve para mí. Cuenta que fue al entierro de una criatura, la hijita de una amiga, que tiene la misma edad que su última hija: cuatro meses. Aunque visceral y muy verbal, mi hermana no tiene el hábito de expresarse escribiendo y sin embargo cada línea de texto es un martillazo.
los padres sin consuelo
con su pequeño cajón
la abracé
me la comí a besos
en el casamiento de P había estado con ella
había dejado a su bebé
y yo a la mía
yo aún la tengo
ella ya no
nunca más
todo el día me lo pasé abrazando a mis hijas
ella desarmando una cuna
juntando ositos y chiches
un horror.
Un horror. El horror. El miedo más profundo, el que se empieza a conocer con la posibilidad de un hijo. Cuando esa potencialidad larval cobra cuerpo en el cuerpo (y ese cuerpo, ya independiente, es perceptible), cuando la madre se asume como tal, se asoma a un mundo nuevo, pavoroso y desconocido. Al tiempo que la criatura se hace substancia, también corporiza un nuevo miedo cada vez más contundente.
Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma, tú eres el arco del cual, como flechas… No hay palabras para la ausencia que deja un hijo cuando muere. No hay consuelo. Queda el vapor pesado de las frases hechas, una mano extendida, la compañía de los que no entendemos nada porque nunca nada ocupó en nuestras vidas el lugar que ocupa un hijo. Es difícil entender sin haber pasado por la experiencia, pero hago el esfuerzo de entender. A través de mi hermana, de alguna manera, logré asomarme a ese abismo que es la maternidad. Fue a través suyo y no de la experiencia de mi madre, por proximidad y por crianza; ella resultaba mi mejor referente. Lo sigue siendo.
La primera vez que quedó embarazada tenía 18 años y yo 19. Estaba cagada de miedo. Con los ojos secos le pregunté qué iba a hacer y por primera vez quedó flotando entre las dos la palabra no dicha. Aborto. Entre lágrimas dijo que, por supuesto, iba a tener a ese bebé. Me alegré porque sabía, siempre supe, que ella deseaba la maternidad aunque fuera a destiempo. Le aseguré que todos íbamos a apoyarla, hermanos y padres, incluso si la noticia caía mal. Cumplimos nuestra parte. Fuimos para mi hermana, su primera hija y las hijas que siguieron una familia amorosa, deseante y presente. Ella, por su parte, cambió muchísimo en el transcurso de embarazos y partos. Dejó de tener miedo a la oscuridad, a dormir sola, a hacer un montón de cosas que antes delegaba en otros. Paralelamente, otros miedos emergieron. Vi surgir los indicios: se reía menos, sus cambios de humor alcanzaron un nuevo registro explosivo, había en su cara un rictus nervioso que borró los últimos rasgos infantiles y los sustituyó por un gesto de cansancio alerta, animal.
Mi hermana y casi toda mi familia de profunda convicción católica (aún si no practican) no piensan como yo respecto del debate que, mientras escribo estas palabras, se lleva adelante en el Congreso Nacional. Es cuestión de minutos hasta que sepamos si los diputados darán la media sanción que se necesita para que el aborto en Argentina deje la clandestinidad a la que lo confinaron años de políticas regresivas y tibias. Mal que nos pese a todos los que amamos la vida, esto está pasando aquí y ahora. Y escuchar a una diputada emblemática (una representante del pueblo, elegida por mayoría) decir con total soltura y firmeza que no está al tanto de nada, que no leyó ni escuchó argumentos contrarios a su intransigente parecer, que sabe que siguen muriendo mujeres pero no es importante, caldea mi sangre a punto de ebullición.
2.
Entre ayer y hoy escuché innumerables argumentos falaces en contra de la legalización de una práctica que es más vieja que el concepto de Nación y de estado de derecho. Uno de los que más me inflama es el que apela a la sempiterna Naturaleza Femenina, a conceptos como Madre Dadora De Vida, Ser Puro y Compasivo que desde el momento en que sabe que porta otra Vida dentro de sí, queda suspendida como individuo en pos de sostener a quien técnicamente está vivo, en primera instancia apenas como potencialidad, como esbozo de individuo. Y que, para más inri, dependerá casi exclusivamente de ella (sólo con suerte de algunos otros más) durante mucho tiempo antes de configurarse como sujeto autónomo.
¿Y quién puede obligar a una mujer que en ese preciso momento se asoma al borde del abismo del miedo más profundo, a afrontar esta tarea de amor, la más auténtica y altruista que existe, si siente que no puede hacerlo, que no está preparada? ¿Quién es egoísta y quién generoso en el planteamiento falaz de salvar a las dos vidas?
¿Quién puede exigirle a una mujer que replique, en contra de su convicción y/o deseo, el acto de generosidad y sacrificio más culturalmente ensalzado sólo porque otras han deseado llevarlo a cabo? ¿Alguien se detiene realmente a pensar que un niño no debería ser la penitencia a cumplir por un acto irreflexivo, descuidado o de violencia por parte de o hacia esa mujer gestante?
Hijos como actos de amor, hijos como hechos de amor, hijos queridos, hijos deseados que serán a su vez padres deseantes. Pienso en mi hermana y en su amiga, madres deseantes que se enfrentaron al peor de los miedos. Las dos viven para verlo hecho realidad; una de ellas entra en el lugar más oscuro al que puede acceder un padre. Lo deseaste, lo nutriste de tu cuerpo, lo pariste, lo cuidaste y algo fuera de tu voluntad y capacidad de acción te lo arrebata. Sin haber cursado jamás un embarazo, puedo comprender lo quemante de ese miedo y la sensación que ha de dejar si se concreta. Porque como ser humano y especialmente como mujer me atraviesan miedos sin nombre, terrores que como tantas otras (como mi propia hermana cuando empezó su camino maternal) intento comprender, sublimar, controlar. Por absurdo que parezca. Porque en realidad controlamos muy poco.
No tenemos un cuerpo, somos un cuerpo. Y los actos volitivos a que podemos someterlo son muy pocos. El deseo propone y el cuerpo (más los factores circunstanciales, medioambientales, el azar, etcétera) dispone. Por si fuera poco, los seres humanos no somos una especie preciada en peligro de extinción. Somos un virus resistente y destructivo en una colonia cada vez más grande. El mundo enfrenta una sobrepoblación y no hay recursos para todos. Es un hecho que ignoramos todo el tiempo, posponiendo la solución para después. Pero ese es otro tema. Lo cierto es que contra la enfermedad, las constricciones de la cultura y las coyunturas sociales, políticas y económicas, la fatalidad y el azar, los cuerpos pueden poco y nada.
Entiendo que la de seguir adelante con un embarazo o darle fin es una de las poquísimas cuestiones en las que una mujer puede decidir sobre su cuerpo de manera profunda. No es una decisión estética, como ponerse siliconas o hacerse un piercing. No es una decisión liviana, ya que deja profundas huellas en la constitución psíquica y emocional, con mayores o menores posibilidades de resiliencia según el caso. No es una decisión fácil, ya que muchas de nosotras hemos sido programadas desde la infancia con el discurso del altruismo maternal para que resistamos un miedo atroz (el de asumir la responsabilidad de criar a otro ser humano poniendo en pausa los propios deseos y proyectos) en favor de una pavura aún mayor, absolutamente desconocida e impredecible y que ha enloquecido a mujeres más preparadas que una misma: el miedo de perder a la cría, el miedo a no saber darle lo que necesita, el miedo a que otro le haga daño, el miedo a que se aleje demasiado, el miedo a que haga su propia vida prescindiendo de la nuestra.
3.
En este momento se aprueba la media sanción de la ley por una pequeña mayoría.
Tengo los ojos secos. Entre ayer y hoy han pasado y seguirán pasando tantas cosas. Ya no sé qué escribo. Intento articular ideas, voy y vengo, releo. Creo que lo único que intento decir es que todas las mujeres deberíamos poder contar con una opción amparada por la ley en caso de no desear la maternidad. Creo que no insultamos a nadie por pedirlo. No experimentar el deseo de engendrar, incubar y parir un hijo no invalida el hecho de que ese deseo sea imperativo y fundamental para otras. Si podemos comprender a esas otras mujeres, las del deseo de maternar, ¿por qué a las otras nos putean, nos cuestionan y rechazan?
No creo que la vida sea un milagro. Quizá lo fue en su origen, cuando emergimos como especie capaz de autoconocimiento. El mismo hecho fortuito que posibilitó que existiéramos puede volarnos de la historia del Universo de un solo plumazo. No somos sagrados por defecto; nos hemos dado, creo yo, demasiada importancia. En la Naturaleza hay reglas y hay excepciones, igual que en la conducta humana. Y el proceso que posibilita la configuración de un nuevo ser humano (porque el embarazo no es otra cosa que eso), que involucra de forma necesaria el cuerpo gestante de una mujer, requiere de la disposición amorosa y total de esa mujer. No todas estamos dispuestas a semejante acto de renuncia. Y definitivamente no todas están en condiciones de preservarse de la concepción. Los métodos anticonceptivos fallan, existen las relaciones no consentidas incluso en el seno de la misma pareja, hay abusos, hay ignorancia y también, por supuesto, hay descuidos.
Entonces ¿ha de afrontar una mujer, muchas veces (demasiadas) una niña, NO deseante, todo ese proceso físico, mental y emocional que significa el embarazo, sólo porque otros no sólo deciden sino que legislan por encima de su necesidad o su deseo? ¿Tiene que llevar adelante un embarazo a desgana, aterrada o alienada, sólo porque la potencialidad de una persona que es, en los hechos, el brote de una vida sin conciencia de sí misma necesita de ese útero y no puede vivir fuera de él?
Negarle a una mujer que por cualquier razón no desea llevar a término un incipiente embarazo la posibilidad de interrumpirlo de forma segura, legal y accesible es apenas una forma más de violencia institucional, porque el deseo es demasiado potente. Esa mujer tiene un deseo ardiente; que la entiendas ni siquiera es relevante para ella. Y hará lo imposible por concretarlo. Así como nada detendrá a una mujer que desee ser madre, las leyes restrictivas no detienen a la que está convencida de no ser madre. Sólo que a una la amparan las leyes, la moral y la compulsión atávica por la reproducción que las religiones y las instituciones conservadoras han corrompido hasta vaciar de sentido. La otra está condenada a la ignominia, la clandestinidad y posiblemente la muerte, sin mencionar la posibilidad de capas sobre capas de trauma.
4.
¿Qué es lo realmente importante cuando hablamos de engendrar? Sinceramente no creo que sea crucial para la especie humana la cuestión reproductiva en tiempos donde la explosión demográfica y la sobrepoblación conllevan desigualdades brutales que luego se asocian a fenómenos de mortandad masiva: catástrofes ambientales, guerras, hambruna. ¿Es, entonces, un imperativo emocional antes que racional? ¿Otro más? ¿Por qué las mismas autoridades políticas y religiosas que sostienen la importancia de la vida ubicándola en el chispazo inicial se desentienden por completo de ella superada la edad de la codependencia materna, e incluso la vulneran de formas aberrantes? ¿Tan difícil es hacerse estas preguntas, teniendo toda la evidencia a la vista? Ya no digo responderlas. Con que empezáramos a formularlas ya sería un gran paso.
Entonces, y resumiendo: lo que para unas es deseo, para otras es pavor. Lo que para unos es potencialidad, a otros no les significa nada. No se trata de tener la razón. Es simple supervivencia. No todos estamos preparados para afrontarla de la misma manera. Sí tenemos, bajo República, el derecho a que se nos garantice potestad sobre el propio cuerpo, al menos en aquellos aspectos en los que podemos decidir. Qué, cómo y cuándo.
Y me pongo a pensar que tal vez erré el concepto. Tal vez el miedo más profundo del ser humano deseante sea en realidad el miedo a comprender que somos lo suficientemente distintos para decidir de manera diversa sobre cuestiones en las que ponemos el cuerpo, pero lo suficientemente iguales para el Universo. Insignificancia pura.