Hay una fábula católica que cuenta que un hombre invocó a Dios para quejarse del sufrimiento de su vida, el peso de la cruz que le tocaba llevar. Dios, entonces, le llevó a una habitación llena de cruces para que eligiese la que creía que podía cargar. Había cruces tan altas como él mismo y otras que cabían en la palma de una mano, de distintos materiales, más o menos ornamentadas, más o menos incómodas de cargar. El hombre no lo pensó mucho tiempo: eligió la que le pareció más pequeña y sencilla, una cruz de madera que apenas excedía el tamaño de su dedo mayor. Dios lo miró con dulzura y le dijo: “Acabas de elegir la cruz que ya cargabas”.
En la tradición judeocristiana, en la que abundan la culpa y el sacrificio (herramientas de control, al fin), individuos como yo encontramos una dialéctica tortuosa de la existencia. Más digno soy cuanto más dolor soporto sin quejarme. El libro de Job lo cuenta bastante mejor que yo. Job, el hombre más amado por Dios, es puesto a prueba por el propio Yahvé mediante un acuerdo con el Diablo. Éste afirma que la fidelidad de Job se debe a que Dios le ha favorecido y vela por su buena fortuna y posición, y que si es sometido a una determinada serie de desgracias, Job renegará de Dios y le maldecirá, perdiendo automáticamente su favor. Doble victoria para el Diablo: sacarle a Job su sostén espiritual y a Dios su más fiel devoto. Lo más alucinante de todo es que Dios apuesta poniendo a Job, su cuerpo, sus vínculos y sus posesiones en juego sin dudar. Como si el hombre-devoto-siervo no fuera más que una propiedad de Yahvé mismo, moneda de cambio en sus escarceos con el Enemigo. Cuestión que el Diablo le envía a Job toda clase de calamidades: le roban la hacienda, arrasan sus campos y posesiones y un cataclismo mata a todos sus hijos mientras estaban reunidos en casa del primogénito. Aún así, Job asume que Yahvé es sabio y aunque su esposa le conmina para que lo maldiga, sólo se permite, después de ensañarse el Diablo en su propio cuerpo, una intensa reflexión con cuatro amigos después de la cual invoca a su Dios. Pero no para renegar de él, no para maldecirlo como espera su mujer: simple, humildemente, para preguntarle sus motivos.
Nadie puede saber exactamente cuánto aguanta si todo el tiempo está sometido a presión, si no hay un parámetro de lo que es sufrimiento, pero si hay algo que tengo un poco más claro después de todos los años de padecer sin destino, de aguantar porque los demás están peor, de reprimir la necesidad de pedir ayuda cuando no soportaba más, es que en el sufrimiento se da, también, una dinámica de doble vía. El sufrimiento se parametriza a sí mismo. El sufrimiento se borra a sí mismo.
Se parametriza a si mismo porque establece el rango de lo que podemos aguantar y es un rango tan elástico como lo dicte la necesidad de supervivencia.
Se borra a sí mismo porque si recordáramos vívidamente ciertos dolores no reincidiríamos en la vía que nos lleva a atravesarlos. Los vínculos de amor, la maternidad, la práctica de algunas disciplinas de exigencia física. A veces, a fuerza de reincidencia, un dolor se revela como práctica recurrente y deseada. Y a veces se vuelve medida, límite: esto no, no más, mejor evitarlo. Cuidado.
Algo notable es cómo tanto las personas religiosas como las gnósticas están atravesadas por una suerte de romantización perversa del sufrimiento. No sólo responden a las dinámicas que emergen de esa romantización, sino que son profundamente funcionales a ellas. Sufro, luego existo. Sufro, luego mi dolor es moneda de cambio. Puede ser usado para el simple regodeo personal (qué sufrido soy, cómo me duele), para el placer (prácticas sadomasoquistas, por ejemplo), para atraer la compasión ajena (búsqueda de atención), para excitar emocionalmente a un Otro que a veces ni siquiera está allí mirando (un padre ausente, un vínculo nocivo y extirpado que se volvió queloide).
Durante gran parte de la vida me dediqué a explorar el dolor buscando sentirme cómoda en él, ya que no me sería posible evadirme de él. De alguna forma pude hacerme una idea de cuán profundo es el arraigo cultural del sufrimiento, tanto si es suprimido en su expresión o desplegado impúdicamente; cuánta sensibilidad genera, cómo impregna las relaciones humanas, cuáles son las condiciones que hacen que un dolor no propio sea percibido y valorado de forma diversa. (Pienso en los criterios de noticiabilidad que enseñaban en la facultad de Periodismo, sin ir más lejos, y basta entender estos criterios para asimilar la forma en que mayormente los seres humanos seleccionamos aquello que nos conmueve).
Y a pesar de todo este camino recorrido, a pesar de las lecturas y las conversaciones, de acompañar y de escuchar padecimientos ajenos, algo de mi propio juicio sigue interfiriendo la valoración que los demás hacen de su dolor. Reconozco que en esto he sido una católica irreprochable. Durante años hice del estoicismo mi bandera y asumí que no quejarme era una especie de ofrenda a un Dios en el que ya no creo, no sé, al Cosmos, a mis seres queridos (casi todos tan estoicos como yo).
Una década y pico en Buenos Aires sirvió para relajarme un poco porque allí la queja es ley. Sin ir más lejos, cuando ingresé al trabajo en el que todavía sigo, tanto los directivos como los compañeros de menor rango me susurraron su lógica infalible: Que trabajes bien sirve, pero no esperes reconocimiento por eso. Los beneficios se los lleva el que los pide. Si querés conseguir algo acá, pedí, llorá, da lástima. El que no llora, no mama. Durante nueve años me negué, cuando llegó el momento lo hice para poder seguir sufriendo en otro lado. No me sentí sucia, no sentí culpa ni pudor, por un momento hasta creí ser libre de esa vocación de padeciente silenciosa. Sucede que no puedo, o no del todo. La gratitud me doblega, compeliéndome a callar dolores que otros no podrían evitar gritar, minimizar tragedias en las que otros se revolcarían para siempre. A Túrin Turámbar, turún ambartanen.
Afortunadamente ahí está el mundo de los otros, la extensión teatral de la existencia, la vidriera del éxito, el fracaso y la medianía costumbristas, el sufridero socialmente validado. Está para recordarme cómo impregna la tradición judeocristiana incluso a esos que se piensan por fuera de ella porque no los criaron yendo a misa o leyendo la Biblia. Está para que pueda seguir estudiando y observando y dando vuelta lo que creo saber, para dejar de estar convencida, para sentirme lo que soy: un piojo arrastrado por el filtro de agua de la pileta. También para lloriquear un poco sin consecuencias, para ensayar cómo pedir las cosas y, por qué no, para darle la razón a la mujer de Job: si hay un Dios o un Destino que nos usa como muñecos vudú, bien merece que lo mandemos a la misma mierda.