Elogio de la pequeña vida

Romanova
5 min readJul 2, 2020

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Cuando empecé a escribir en esta plataforma, uno de mis primeros posteos tuvo que ver con una imposibilidad propia, la de seguir viviendo en Buenos Aires por mucho tiempo más. Más allá de cualquier raciocinio, esas cosas se intuyen. Tuve catorce años para racionalizar esa imposibilidad que, sin embargo, estaba sosteniendo por un montón de razones válidas. La cuestión es que más allá de toda lógica o del simple y llano no-deseo de vivir en Buenos Aires había otra realidad, la del cuerpo. Cada vez me enfermaba más seguido, cada vez tenía peor humor, el nivel de estrés resultaba prácticamente incontrolable y se estaba llevando puesta mi vida. Toda mi vida.

Entonces, durante una licencia muy conversada, surgió la idea como un cabo hecho de restos de naufragio en alta mar. ¿Y si nos vamos a Entre Ríos?

Hacía mucho que ya no me planteaba la posibilidad de regresar al terruño. Había naturalizado que eso no sucedería, simplemente porque tenía toda mi energía y aspiraciones puestas en migrar a la patagonia. La realidad: llevábamos tres años esperando circunstancias propicias más improbables que alineación planetaria. Ya no quedaba tiempo, las cosas se ponían cada vez peores en la ciudad de la furia. “Si vos estás dispuesto, yo estoy” dije. Y así empezó todo.

El primer año fue un caos. Lo conté, muy por encima, acá y acá. El año pasado se acabó el trabajo freelance que constituía nuestro segundo ingreso. Quemamos los últimos ahorros en una mudanza que no teníamos prevista pero que habilitaba un mejor pasar, más comodidad, mayor holgura dentro de un panorama que pintaba negrísimo, con elecciones de por medio. Ese fue el comienzo real de la vida nueva, la segunda etapa que ya lleva poco más de un año.

Todo lo que hacemos ahora requiere más tiempo. Estamos viviendo al ritmo que siempre quisimos llevar, que es más próximo al ciclo de las estaciones. Se terminó lidiar con las inmobiliarias y las empresas de servicios ineficientes. Se acabaron los embotellamientos de tránsito y las aglomeraciones humanas en todos lados; ahora al menos contamos con un espacio vital que nos permite, si lo deseamos, aislamiento y entretenimiento por partes iguales. En contraste, hay muchísimo más trabajo por hacer aquí que el que había en Buenos Aires. La casita y su enorme patio empezaron siendo un lienzo en blanco y con la llegada del gato y de los perros se volvió mitad un trabajo en progreso, mitad un campo de batalla. Mantener un cierto orden es imposible. Las tareas se vuelven rotativas y están sujetas al clima, a la disponibilidad de materiales, a los requerimientos del afuera y a nuestra propia salud física y mental.

Hay carencias, por supuesto: la crisis golpea fuerte en todos los rincones de este bendito país. Escurrimos cada centavo para que cubra los gastos del mes y cada neurona pensando cómo hacer un centavo extra y seguir invirtiendo en algo que se parezca al progreso. Palabra que en nuestro lenguaje se traduce más o menos así: la mejor vida posible, donde más allá de la supervivencia podamos hacer cosas que nos gusten (letras, música) y cada tanto haya un viaje que nos permita reencontrarnos con los afectos lejanos.

Dicen que cuando te mudás, y más cuando cambiás de ciudad, una adaptación total lleva entre dos y cuatro años, así que podría decirse que todavía estamos en pleno proceso. La cantidad de imprevistos que van torciendo esa adaptación, que la redefinen y la vuelven a modelar, no son para detallarlos aquí. Pero son muchísimos, es difícil concentrarse en una sola cosa. Y en mitad de todo esto, la pandemia. Al día de hoy en nuestra ciudad no parece haber circulación comunitaria, pero guardamos recaudos como si tuviéramos el virus en la puerta de casa. Nos afectan las mismas incertidumbres que a cualquiera que esté medianamente informado (¿o infiltrado por la información?); cuesta concentrarse, cuesta no dejarse ganar por la molicie. Hay días en que hacemos un montón de cosas y días en los que sólo queremos quedarnos en la cama tomando mate, durmiendo, leyendo, dejando discurrir los minutos en silencio. A veces ni siquiera hay radio ni música. Pareciera que la vida se detiene, o al menos pasa a velocidad crucero, con la mínima intervención de nuestra parte.

Ayer me puse a ordenar el rincón más postergado de la casa: el mío, mi lugar de escribir. Allí amontono los libros que voy leyendo, las boletas pagas, los recibos de sueldo y las cositas que sueño colgar de la pared (dibujos infantiles, fotos, las pinturas de Paulina, un cronograma de proyectos). Debajo de un estuche de backups en DVD apareció un sobre de fotos. Desde chica me pasa lo mismo: empiezo a mirar fotos y no puedo parar. Terminé recorriendo durante una hora, a los saltos, ocho años de imágenes impresas y digitales.

Hubo tanto, hay tanto, todo se mueve y se transforma tan rápido que a veces siento que esta impresión de que la vida se ralentizó o se detuvo es simplemente eso, una alucinación sensorial producida por el cambio de ámbito y de hábitos. Que el hecho de no tener que salir corriendo a tomar un colectivo o el subte sin saber si el tiempo de viaje será efectivamente el que calculé o sufrirá la alteración de alguno de los infinitos imprevistos que depara una ciudad grande me ha transformado la cabeza. Nos adaptamos rápido, sí, pero no tan rápido. La pequeña vida es enorme y está atravesada de lo que fuimos, somos y queremos ser. Está conformada por todo lo que hemos hecho para llegar hasta aquí, por todos los que hemos sido hasta ser estos que somos ahora. La pequeña vida no carece de incertidumbres, sólo se han acotado algunas variables.

En días plúmbeos tengo que hacer un esfuerzo por recordármelo: somos también lo que está fuera de nuestro control. Eso me lo trajo de nuevo esta pequeña vida. Lo aprendí de niña, pero lo había olvidado. Los animales crecerán, el césped muerto revivirá, las estaciones pasarán, volveremos a encontrarnos, lo que hoy parece una imposibilidad mañana será real, pondré mis sueños a un lado pero no voy a dejarlos (ok, a este sí, tal vez sea el momento de abandonarlo), este mensaje con X fue quizá nuestro último mensaje. Y está bien. Todo tiene un tiempo bajo el sol.

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