A través del cristal que me separa de la calle, del piso al techo, casi una vidriera, puedo ver romper los brotes de los árboles enfrente.
Es otro el sol, el césped, la forma de las sombras en el suelo es otra. Las horas de luz. Los atardeceres. Las voces de los niños.
Es otro el mundo, siempre es otro, aunque la vida parezca quieta, aunque la sucesión de días sea confusa y las semanas se apilen como piezas del jenga.
Es distinto el humor, el talante de invierno desplazado de a poquito por el hálito tibio de la primavera. Los olores. La tierra, los bichitos, las aves.
A veces la casa se queda en silencio, los dos (los cinco) puestos en pausa por ese hiato en las conversaciones o la música. Es difícil no hartarse de palabras y pantallas cuando es lo único que parece fluir. Nos encontramos de otros modos, más expresivos y afectuosos. Entre nosotros siempre ha existido una electricidad vital que es tanto más conductiva en el silencio.
La siesta ineludible me hace bajar tensiones a tierra. La cama es un pararrayos. Las horas de reposo, aunque el sueño no siempre llegue, me dan la impresión de estar navegando en una barca en mar abierto, todo lo que necesito está allí.
Al atardecer salgo a mirar crecer el césped y jugar con los perros. La noche ya no se desploma, sino que cae lentamente, un gigante desperezándose sobre los edificios entre el griterío de los loros y el canto de los pájaros.
Vuelven los insectos, los caracoles, hay flores por todas partes. Es difícil resistir el impulso de salir a caminar, de reunirse ahí donde otros comparten la necesidad de una conversación sentados en el pasto. La primavera es magnética y predispone a la imprudencia.
Este es el segundo año que tengo un parche de verde lo suficientemente grande como para no extrañar el vasto mundo ahí afuera. Llegó providencial, inesperadamente, como casi todo. Desde que estoy aquí ya no padezco tanto el pasaje de las estaciones frías a las cálidas.
Es cierto que no soy la misma que era a los veinte años. Comienzo a transitar el otoño de mi vida y cada estación evoca emociones distintas, es como mirar aquello que estaba en el cuerpo y va quedando atrás. La infancia-verano, la juventud-primavera.
No tengo miedo al invierno, eso sí. Todavía soy joven y fuerte. En mis ramas también rompen los brotes.