language is leaving me

Romanova
3 min readNov 6, 2020

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(La potencia que transmite la imagen de esa línea de “no more I love you’s” de Annie Lennox siempre me deja patidifusa.)

Desde que puedo recordar… o más bien: desde que comencé a acceder al mundo a través de la lectoescritura, pienso y estructuro todo en palabras. Será por eso que me es tan caro el silencio y también por eso se explicaría un poco esta afición obsesiva de perderme en paisajes desiertos, despojados de gente. En mi cabeza escribo todo el tiempo. Hablo conmigo misma en todos los lenguajes que conozco, así sea por fonética. Las palabras son música y son imagen. A los olores y la memoria táctil también necesito traducirlos a palabras. Lo hago para mí, es una operación íntima que no se puede transmitir. Es abrumador por momentos, un caos pintoresco y superpoblado en el que acostumbro moverme desde chiquita. “Estoy cableada al mundo, así me hicieron”. En algún momento leía tanto como escribía, pero últimamente la lectura está, al decir de Jack Aubrey, sujeta a los requerimientos del servicio. Y sin retroalimentación, mi lenguaje se empobrece. Voy quedando demorada en un silencio salpicado de palabras que es más baches que camino. Esto también soy yo, bajo capas de barbarie, de cuidados descuidos a conciencia, de rutinas que me desintegran hasta que el ego desaparece. Porque es increíblemente fácil diluírse en los rituales cotidianos, volverse átomos dispersos, máquina eficiente que cumple objetivos como un autómata. En estos tiempos de asepsia, hasta los renuncios están medidos y contados. Cumplo en balancear mi alimentación y subir las defensas con aire libre y ejercicio, pero a conciencia transgredo esas mismas reglas restando un poco a la salud para no sentir que renuncio a la parte de mí que es compulsión destructiva. Metamorfizo mi cuerpo hasta desconocerlo. Despersonalizo mi libido hasta que es la de alguien más (¿o alguien que no había sido hasta ahora?). Salgo de mí para deambular entre los otros seres vivos de la casa, mientras las manos se ocupan de lavar platos o cambiar piedritas sanitarias. Hablo con las plantas, con los animales, con el teléfono, con él. “She talks to birds, she talks to rainbows, she talks to birds, she talks to trees”. Exploro el espacio físico con el mismo asombro del primer día, sintiendo el peso de las repeticiones como un continuo espaciotemporal en lugar de una sucesión: sé que hace una semana pasé el cepillo de las telarañas, pero podría haber sido ayer mismo o hace un rato. No se puede dejar de: cambiar el agua de los recipientes por el dengue, lavar ropa, ventilar, encender espirales, apagar luces, subir y bajar el termotanque, barrer los pisos, desinfectar los espacios, cortar el pasto, levantar cacas, alimentar la compostera, regar las plantas, cambiar las sábanas. Debe haber en este momento cinco o seis proyectos puestos en pausa, no me da el cuero, no me da la cabeza. Tropiezo con los baches que dejan las palabras que no puedo encontrar para expulsar de mí eso que me está cambiando, eso que me está arrasando, pero sigo en marcha. Una vez, hace dos vidas, cuando todavía no nos conocíamos, me fisuré el dedo chiquito del pie derecho. Un doloooor. El dedo estaba oscuro y había duplicado su tamaño. No podía parar de hacer cosas, más o menos como ahora, pero tampoco tenía trabajo fijo. Anduve un mes así, ignorándome, y el dedo se curó solo. Hay una parte de mí, la que pone todo en palabras, que sigue pensando la vida de esa manera: moverse aunque duela, no dejar de hacer, llenar el tiempo y los huecos del día hasta que no quede nada. Hay otra parte, la feral, que sabe con el cuerpo y me susurra: es necesario quedarse quieta, en reposo y en silencio. Miremos crecer las plantas, dejemos anidar los pájaros en la galería, agucemos el oído hasta escuchar el pausado latir del universo. Estamos hechos de esa misma materia, un lenguaje para el que no hay palabras. No hace falta.

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