Cada día en miles de lugares que no son éste se producen cientos de tragedias. Hay millones de nuevas orfandades. No logro sustraerme de la sensación de inminencia; quizá la próxima sea la mía, ¿quién soy para pensarme la excepción a esa regla? Cada día en esta misma manzana se agita el drama subterráneo en alguna familia que tal vez me crucé hace un ratito nomás, sin percibirla siquiera. Hacerme mayor implica cada vez más conciencia de la propia fragilidad. El reflejo de contracción emocional se agita, espasmea. Necesito deshacer tantas cosas hechas, tanto amor brindado con descuido, como si generar vínculos fuese gratuito.
Afuera llueve. Adentro llueve. Respiro. Intento escuchar la radio, leer las noticias, interesarme por algo, encontrar una razón para existir en este mundo que tira tan pero tan para abajo. Siempre llego al mismo lugar. Adentro. A mi vida atómica, a un jardín primitivo bajo amenaza constante, y, pese a todo, resiliente.
¿Cómo hace el resto de las personas para vivir tan esclarecido, tan preservado por sus propias certezas? le pregunto a C en una tarde lluviosa de hace dos años atrás. ¿Cuál es el manual para vivir que todos parecen haber leído menos yo? No puedo verla pero sé que sonríe. Ojalá estés sonriendo todavía, C. Ojalá algún día deje de doler la lluvia.