Mundial de escritura 2022

Romanova
27 min readJan 8, 2023

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Estos son, en orden, los textos que escribí por invitación de Jose Moreira para el mundial de escritura.

  1. Salvaje en pausa.

Lo primero que hizo cuando llegó al mar fue correr hacia la espuma con sus piernas regordetas hasta que la rompiente le venció las rodillas y la tiró de boca al agua. Tragó bastante sal y arena hasta que la rescató la mano fuerte de papá. “Esta criatura no cambia más” dijeron, y algo de razón tenían: siempre iba detrás de lo nuevo con el instinto de una bestia recién hecha. Desde que nació había sabido qué hacer con las cosas vivas y tenía una confianza insana en salir indemne de lo que para otros podía parecer peligroso. Así, había dado los primeros pasos agarrada del lomo de Cambá, un enorme perro mitad mastín y mitad galgo que campaba en el jardín de la casa de los abuelos. Había aprendido a trepar árboles siguiendo a los gatos de la tía Chata, que también le enseñaron a puro arañazo el concepto de espacio personal. Y sabía cómo hacerse invisible e inaudible si quería, a fuerza de querer acercarse a pájaros, reptiles y mariposas.

Sabía también que debían evitarse los lugares con un determinado olor y en qué época del año era seguro entrar en los cañaverales. Pero del mar, hasta ese instante, no sabía nada. Nunca había visto el mar y se guió como mejor pudo o supo: imitando el comportamiento de las olas que parecían ir a su encuentro con menguante impulso hasta deshacerse entre las conchillas y la arena gruesa con un suspiro efervescente.

Durante los pocos segundos que estuvo con la cabeza bajo el agua y los oídos abrumados por la succión de las olas, los peces le susurraron el futuro.

Con el tiempo aprendió a hablar, a leer y escribir, y esos fueron los años en que su instinto entró en una especie de letargo. Terminaba rápido para poder vagar primero con la mente y después con el cuerpo a través de los espacios abiertos que podía adivinar más allá de las ventanas y puertas.

Cuando el mundo de lo humano la agobiaba, salía a dar caminatas cada vez más largas, porque la ciudad crecía devorando poco a poco el límite de lo salvaje. Se hacía más pequeña y a la vez más grande cuanto más lejos y más dentro del monte conseguía llegar. Amortiguaba sus pasos, enmascaraba los sonidos propios de su especie en una cadencia que imitaba el ritmo de la vida entre los árboles hasta que los pájaros volvían a cantar, y los reptiles y roedores y pequeñas alimañas retomaban el movimiento sin preocuparse de ella.

El tiempo que vivió puliendo su ser social fue un tiempo de dolor y desconcierto. Allì, en el reino de lo humano, nunca sabía bien qué hacer, excepto quizá con su familia, que era el único núcleo sapiens que no la encontraba extraña a pesar de que solían hacerle chistes sobre su misantropía. A las potenciales amistades o parejas les inquietaba esa compulsión por la soledad que terminaba eyectándola de cualquier posibilidad de lazo a largo plazo. Es que para ella ya no había forma de ser una cosa sin la otra, la cara humana y la animal alternadas.

Cada vez que la necesidad o el duelo la llevaban a emigrar, se acomodaba en un sitio progresivamente más pequeño y establecía una nueva manada con la que coexistir el tiempo que fuese necesario. Perros, gatos, caballos, lagartijas, aves de corral; de ninguna se sentía dueña. Cuando la última criatura viva en el entorno moría o migraba, ella se iba también.

Volvió al mar cuando el cuerpo estragado le hizo saber que estaba al borde de algo definitivo. Esta vez no corrió hacia la rompiente, sino que se echó en la arena húmeda a la hora de la pleamar, boca arriba, con los brazos abiertos y las piernas separadas, y esperó que el rumor del agua le llenase los oídos. Los peces volvieron a hablar. Ella sonrió.

Al amanecer las olas levantaron el cuerpo, espantando a las gaviotas que se habían amontonado alrededor como quien monta guardia.

2. El final inevitable

Todos los días a la misma hora, Irina salía a tomar el fresco y casi de inmediato Lavender iba detrás. No se ponían de acuerdo, ni siquiera se conocían más allá del trato ocasional entre las oficinas, pero llevaban dos años de la misma danza sincronizada. Lavender encendía un cigarrillo y se lo terminaba echando de vez en cuando una mirada al celular. Irina se sentaba en el cordón de la vereda y desmigajaba una galletita, un trozo de pan, lo que fuera que no quisiese comer, para entregarlo a las hormigas, los gorriones o los perros. A veces se sonreían antes de volver a entrar.

Un día Irina salió y Lavender demoró un poco de más en llegar a la vereda. No encendió un cigarrillo, sino dos. Y no se despegó del celular. Entró primero y aunque le estaba dando la espalda Irina pudo ver con el borde del ojo que la mano le temblaba. Y eso fue todo. Al día siguiente, la rutina se retomó casi sin fisuras. Una semana, dos semanas. Después fue Irina la que no estaba. Lavender miró el reloj en el celular, extrañada; tal vez se había equivocado de horario. No, el horario era correcto, Irina había salido antes pero no estaba sentada en la vereda. Así que Lavender terminó el cigarrillo y después de un par de segundos de duda, prendió otro. Iba por la mitad cuando Irina dobló la esquina de enfrente con la cabeza baja y el paso desarmado del que lleva una tristeza encima.

- Hola — saludó sin pensar.

- Hola. — respondió una voz ahogada que no había escuchando nunca . Enseguida: — ¿Me convidás un cigarrillo, por favor?

Fumaron en silencio, Irina sentada en el mismo lugar de la vereda, la mano libre desmigajando un cascote de tierra invisible y unas lágrimas inaudibles mojando su cara.

Unos días después, cuando Lavender salió, Irina estaba parada en el borde de la calle fumando un cigarrillo y le ofreció a ella otro.

- Gracias por lo de la otra vez.

- ¿Estás mejor?

- Sí, una mala noticia nomás.

- Uh, qué bajón. ¿Necesitás algo?

- No, gracias. — Y la miró con los ojos secos, pero infinitamente tristes. — No tiene remedio.

A partir de ese día, algo en la rutina cambió. No salían una sola vez, sino dos o tres veces más. También sin ponerse de acuerdo; Irina primero, Lavender después. Cuando una se olvidaba los cigarrillos, la otra le convidaba adivinando sin preguntar. Y empezaron a hablar de sus cosas. Lavender supo que Irina se había quedado huérfana, completamente huérfana, en una casa vieja y vacía. Irina supo que Lavender estaba en una relación de pareja abusiva y que en sus ratos libres colaboraba en un club social.

La información la soltaban así, de a pedacitos, retaceando detalles y casi sin énfasis en las emociones; a Irina le parecía que Lavender estudiaba cada palabra antes de decirla, como si fuera a arrepentirse por hablar. A Lavender le daba la sensación de que Irina era una persona brillante, completamente desperdiciada en un trabajo y una tarea vital monótonos. Intercambiaron números de teléfono, por las dudas. Nunca se llamaban o se mandaban mensajes, pero Irina solía mirar el contacto durante mucho rato antes de dormir.

Varias semanas después, Lavender logró separarse. Le avisó con un mensaje que no iría a la fábrica por un tiempo, para que no la esperase en vano en los ratos libres. Irina se sentía inexplicablemente vacía. Al cuarto día de ausencia, sentada en el cordón de la vereda, escribió y borró varias veces antes de poder articular un mensaje coherente: espero que estés bien, aquí se te extraña. Se arrepintió enseguida y lo borró, pero ya titilaba la respuesta: aquí también. Y algo la sacudió por dentro. Y no quiso seguir escribiendo por temor a confirmar que la sacudida era mutua.

Lavender volvió una semana más tarde, se había cortado mucho el pelo y estaba flaca y demacrada. Irina preguntó poco y escuchó todo lo que tenía para decir, y también la miró como si recién la conociera. Tenía los ojos grandes y separados y le brillaban mucho al sonreír. Irina, que no era de reírse, empezó a hacerlo en simpatía porque cómo no responder a esa sonrisa que claramente era para ella y que nacía de un desprendimiento enorme. Para Irina, Lavender parecía más vuelta de una guerra que ella misma, que venía de enterrar a su papá.

Una noche cualquiera, mientras miraba las últimas dos palabras del último chat (aquí también), Irina vio aparecer otras palabras. ¿Querés que vaya a tu casa a acompañarnos?

Le salió urgente la respuesta.

Dale, sí.

3. Black River.

Hacía muchos años que nadie caminaba por el barrio de la Crecida y menos después del paso del asteroide que terminó de hundir las pocas casas que quedaban en pie. Cuando Lema dijo que iba a tratar de llegar al viejo club Black River para chequear si no había algo, cualquier cosa que pudiera estar en condiciones de que el Ingeniero usase, ya no quedaba nadie vivo para discutirle. Así que allá fue, las piernas apretadas en material aislante y tientos por si las víboras, empujando el carrito que serviría indistintamente de transporte y refugio. Lo cargó con algunas piedras y un bidón de agua que aún filtrada se veía marrón y olía a minerales pesados. Si no llovía, tenía para día y medio, quizá dos días de camino.

Ni los perros le siguieron más allá de la circunvalación, irónicamente la única obra que pese a no haberse completado antes del desastre seguía casi entera, marcando la frontera entre una civilización que quería volver a ser y la barbarie total. En la zona de los mercados lo recibieron con gritos, mostrando dientes negros y puños al aire las familias de gitanos que se apuraron a tomar lo que quedaba para sí y se atrincheraron para no compartir nada.

Pasó junto al Hospital nuevo, que ahora parecía más viejo y ruinoso que el Hospital viejo, un poco más adelante; las sombras en las ventanas no gesticulaban ni blandían elementos, ni siquiera cuchicheaban.

Cuando anochecía llegó al predio de la iglesia del que hablaba el Ingeniero como una leyenda, buscó el árbol inmenso cuyas raíces se hundían en lo más profundo de la ciudad, allí donde ni la crecida había podido entrar. Tomó el bidón, dejó las piedras en el suelo y subió con dificultad dos niveles de ramas, arrastrando el carrito atado a la cintura. Consiguió engancharlo en un horcón, lo marcó con su propia orina y siguió subiendo, dos niveles más, hasta llegar a los frutos. Rasgó la piel oscura de uno con las uñas, mordió primero con suavidad y después con fuerza, cuando comprobó que la pulpa era blanda. No contaba con el hueso, que al chocar los dientes le hizo doler hasta la base del cráneo. Limpió y guardó esa semilla y la de otro fruto que no terminó de comer, en el bandó que le cruzaba el pecho y donde también colgaban tres o cuatro hojas de distintos filos y pesos. Hacía tiempo que nada de lo que sembraban crecía más allá de un metro por encima del suelo, pero la promesa de un árbol así valía la pena el intento. A saber cuándo volvería alguien a caminar hasta allá, pensaba Lema.

Durmió con un solo ojo, atento a los sonidos del monte y el silencio de las aves.

Al día siguiente no hubo sol y el viento amarillo, ardiente y envenenado, le hizo replantearse si seguir o volver. Aún a la altura en la que estaba no conseguía identificar el camino que había hecho hasta allí.

Desenganchó el carrito y trató de bajar, durante la noche el agua había trepado un nivel y tuvo que optar por caminar entre vigas derruídas, postes y trozos de techos, siempre arrastrando su armatoste ahora vacío entre los desniveles, hasta que vio lo que parecía la calle principal, la que en teoría y si seguía bajando lo llevaría al viejo club Black River. Se había memorizado la foto del edificio, un galpón grande en la parte más alta de una barranca donde supo haber otros galpones grandes. construidos en la época en que existían los puertos. Con suerte, podría remontar la misma calle para volver a la zona alta, o al menos hasta un cierto punto.

En aquella zona hacía tiempo que no vivía nadie. Ni siquiera en temporadas como esta, engañosamente secas, ya que el río podía crecer hasta dos metros en pocas horas si soplaba el viento adecuado, encerrando y sepultando a humanos y animales que se hubiesen atrevido a quedarse quietos para descansar. El camino se hacía lento, podía avanzar unos pocos pasos por hora ya que había que sondear cuidadosamente la corriente y detectar viejos pozos del sistema de desagüe. La familia de Lema tenía un historial con esos pozos, que se habían chupado al menos a dos infantes y tres adultos, buenos nadadores todos.

El viento arreciaba, el agua sucia empezó a agitarse en picos como dedos siniestros. Tuvo que evaluar si se atrevería, llegado el caso, a trepar hasta el techo de Black River (si había techo!) y hacer noche allí, porque a ojo calculaba que era pasado mediodía y no podía ver más que paredes carcomidas, árboles y agua. El río avanzaría en cuestión de horas, dejándolo aislado por lo menos hasta el día siguiente, y eso si el viento se dignaba parar.

Por lo menos no llueve ni huele a lluvia, pensó Lema, mientras caminaba dificultosamente siguiendo la vieja línea de edificación, las manos enguantadas resbalando en el verdín, las piernas entumecidas dentro del armazón casero contra el que rebotaban los colmillos de las víboras jóvenes, que brotaban de algunos huecos enloquecidas de hambre. Hasta las ratas habían emigrado a la parte alta de la ciudad. Nada quedaba en el barrio de la Crecida, excepto algunas especies resistentes al veneno radiactivo del asteroide y al agua envenenada de las viejas fábricas de celulosa. Lema ni siquiera sabía cuál era el riesgo real para su salud y su vida al aventurarse tan lejos, pero había que pensar en un futuro que ya no sería para él ni para el Ingeniero, sino para las generaciones que estaban formando con los restos de los restos, por si algún día volvía a retroceder el agua y a sanarse el suelo.

Por ir mirando donde pisaba casi pierde la esquina de Black River. El edificio emergió casi intacto, incluso limpio en comparación con las estructuras que lo rodeaban. Había techo. Había ventanas. De alguna forma extraña, parecía que el club hubiese sido perdonado por la intemperie y las catástrofes. Estaba íntegro, en el extremo sur de la barranca, en medio de las ruinas de todo lo demás. Medio kilómetro al sur, el río parecía respirar como una bestia dormida después de engullirse todo el sistema de puentes que comunicaba la parte urbana de la ciudad con la parte rural, actualmente una laguna inmensa con parches donde se erguía algún árbol centenario, alguna torre de electricidad inútil.

Todo estaba silencioso, demasiado silencioso alrededor de Black River. Lema entró por el portón abierto y pudo comprobar que ni siquiera le llegaba el sonido de la corriente. El viento debería hacer crujir el techo, las vigas, algo. Pero no se escuchaba más que el rumor inusual de sus pies contra el piso polvoriento.

Recorrió un sector, después otro, llenando el carrito de cosas que pensaba podían servir. Un armario en particular le resultó un tesoro, atiborrado como estaba de botellas y frascos bien cerrados. Imposibilitado de llevarse todo, Lema lamentó por primera vez haber ido solo y empezó a imaginar el retorno, si la estación seca duraba lo suficiente. Cuando el carrito le empezó a pesar comprendió que era el momento de volver, o no habría manera de hacer el camino de regreso, Tenía lo que tenía, y eso era suficiente.

Aún así, se tomó el tiempo de buscar el acceso al techo del club para intentar calcular la ruta de regreso. Subió unas escaleras que se iban angostando hacia arriba, con fotos viejas y descoloridas en las paredes. La historia del club, supuso, escrita en letras rojas, verdes y negras que no sabía leer. Llegó a la parte más alta, una especie de torre, tal vez un faro. Nunca había estado tan cerca del viento amarillo, que le azotaba las partes desnudas de la cara con dedos de fuego. Todos los sonidos que el club ahogaba entre sus paredes confluían en esa torre alta, expuesta a los elementos y aún así intacta. A Lema le costaba creer que fuese el primero en llegar ahí después de tantos años, pero estaba claro que ni criaturas humanas ni no humanas habían pisado el Black River en muchísimo tiempo.

Miró alrededor intentando dar con la línea de edificios que lo habían llevado hasta allí, pero no pudo encontrarla donde debería estar. Lo que sí vio fue algo tan extraordinario que después no quiso contárselo a nadie. Vio una calle junto al río hinchado, una calle seca, de paso liberado, que serpenteaba hacia la parte alta de la ciudad sin un solo obstáculo aparente. El río-bestia respiraba a punto de desbordar sobre las veredas rojas y negras y verdes, pero no caía ni una sola gota allí. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo, empujó el carrito fuera del club y empezó a andar, no fuera cosa que el prodigio desapareciese con la última luz del día.

4. Culpable.

Algo anda mal. Yo no debería estar aquí.

Es decir, todo está mal. Por empezar, que me hayan arrancado del mejor momento de la vida para arrastrarme a este lugar sin ningún motivo, sin una palabra, ya es una barbaridad. Pero además no reconozco nada de esto.

Disculpe, ¿me podría decir dónde estamos? ¿sabe qué es este lugar? Al menos usted me mira. Nadie parece haber advertido que entré. ¿Cómo dice? Oh, perdón, creí haberle escuchado… No importa, igualmente con todo este barullo es imposible comunicarse. Así que disculpe si le grito un poco, pero me pone muy nervioso no entender. Estoy muy acostumbrado a entender todo. Veo que usted también. ¿Nos conocemos, por casualidad? Tengo la impresión de que conozco al menos a dos de las personas que andan por aquí dando vueltas.

No le voy a negar que el color me pone un poco nervioso. Siempre lo odié, sabe. Cuando me preguntan cuál era mi color favorito digo “todos menos el amarillo”. Y desde siempre, eh, desde chico. Puede ser que haya un estigma con eso, a mi madre le gustaba decir que era el color de los locos, los traidores, los cobardes. Sin embargo, dejaba que su madre, mi abuela, me vistiese de ese color. Una vez le llevé rosas amarillas. Un chiste, por supuesto, ya que tanto rompía las pelotas con el tema. No se rió, creo que se angustió bastante y después las tiró.

Ahí veo que pasa… no, no puede ser, si hace tiempo… Sí, disculpe; hoy estoy viendo muchos fantasmas, parece. ¿Me haría el favor de indicarme dónde queda la salida, o por lo menos el baño? Estoy transpirando como un escuerzo y no puedo volver a casa así, no justo el día que cumplimos cuarenta años con la bruja. Parece mentira, tantísimo tiempo de soportarme. No es que ella fuese un primer premio tampoco, eh, calculo que si no la agarraba yo quedaba así, diamante en bruto total. O por ahí le tocaba uno peor que yo, ja ja, uno que realmente se aprovechase de ella. Tan buena que es, o eso es lo que quiere que crean los demás. Bien que podría haber estado con mil minas mejores, y la elegí a ella, trece añitos tenía, un bocadito tierno. Y yo ya estaba podrido de las atorrantas de mi edad, todas iguales, queriendo encajarte un crío para ver si se casaban con vos.

La bruja era otra cosa, siempre fue un ángel en todo sentido, casi le diría que tuve pena el día que nos casamos porque se largó a llorar de los nervios y quería hacerme esperar con el cuento de que era virgen. Menos mal que sé cómo tratar a las mujeres, cuando son así tan tiernitas en realidad lo que están pidiendo es que alguien las guíe. Lloró un poco pero después se acostumbró, ya a lo último no se negaba nunca, por lo menos hasta que perdió el último embarazo y el médico le dijo que se dejara de joder, y me dijo a mí que la dejara en paz. Viera el tupé de ese peruano inmundo, muerto de hambre que no hubiese llegado a nada en su paìs. Lo mandé cagar bien a palos, por supuesto. Pero la bruja no quiso saber más nada. Se puso más firme, usaba a los chicos como escudo, como excusa, ya no sé. Cuarenta años de matrimonio. Podrían haber sido tranquilamente los quince primeros, para lo que me dio después… Bueno, pero no quiero ser injusto. Nunca un problema, nunca estar en boca de nadie, completamente devota a nuestra familia, a la casa…

Yo tuve que buscarme otras mujeres, por supuesto. O cómo iba a hacer para no reventarla a palos si se me negaba todos los días. Un hombre tiene que comer bien, ¿se entiende? Ahora son todos unos pijablanda, con esto de la deconstrucción y el feminismo. Ahora nadie se caga bien a trompadas en una esquina, te mandan abogados derecho viejo por cualquier pelotudez. Así me quisieron correr los forros de mis hermanos cuando murió la vieja, así los hice correr yo también. Dicen que el que caga a un cagador…

No, no se vaya. Déjeme ir con usted. Prometo no decir nada más, no le hablo más, lléveme a una salida. No me deje aquí encerrado con toda esta gente muerta, esta gente que hace años que no me escucha. ¿Cómo dice? ¿Cómo que me voy a quedar acá…? Oiga, por piedad. No me pueden hacer esto a mí. ¿¿Ustedes saben quién soy yo?? Se van a enterar. Se van a enterar. La puta madre que los parió. La putísima madre que los remil parió.

5. El huevo de la serpiente.

Me acuerdo que era verano y él siempre cambiaba mucho en el verano. Pero mucho, no importa si había tenido un buen año. El calor le pudría el carácter como pocas cosas, ponele que también le afectaba que lo contradijéramos. Igual que ahora. Ya sos grande, así que podés saber.

Ah, encima te contó su versión de la historia. Ok, mejor. Todos tenemos una, menos tu mamá, que por suerte en ese momento no estaba, se había ido de vacaciones con las amigas.

No sé exactamente cuándo o cómo empezó la cosa porque desde que tengo memoria había que andar delante de él como quien pisa huevos, con delicadeza. Los niños no podíamos ser niños ni hacer ninguna cosa que los otros chicos hacen, desde invitar amiguitos a casa hasta jugar haciendo ruido. No se podía levantar la voz, usar una pelota, cantar ni aplaudir. No se podía zanjar una discusión gritando, imaginate. Y éramos tres, muy seguidos. Ponele que yo tenía seis, tu mamá cinco, tu tío cuatro años y teníamos que movernos por la casa, la vereda y el patio en silencio, o hablando bajo. Cuando crecimos y llegó a la casa el primer equipo de música, había que escuchar siempre en volumen menor a diez. El equipo era muy moderno, con pantallita digital, y él cada tanto pasaba a controlar que el volumen efectivamente no superase el número 10.

Sí, más vale que le dijimos que se tenía que tratar. Cuando estaba de buenas escuchaba a mamá, prometía que se iba a hacer ver. Se afligía a veces por las cosas que decía, que hacía. Pero como en ese momento ya estaba bien, le resultaba muy fácil olvidarse y recaer en la siguiente rabieta. Así les decía, “berrinche”, “rabieta”, decía “soy chinchudo” y en seguida “pero soy bueno, soy honesto, no engaño a mi mujer, no les pego a mis hijos” (mentira, obviamente); en realidad lo que está diciendo es que no va a cambiar, que no le podés pedir eso, que sos un ingrato por no darte cuenta del esfuerzo que hace por no ser un violento.

Es una máquina de resentimiento, el viejo. Una memoria de elefante puesta al servicio del rencor.

Yo no soy muy distinta, eh, me acuerdo de todo, pero entrecortado. Lo que pasa es que no hago fuerza por sustituir los detalles que se borraron, por algo ya no están. Hablamos mucho con tu mamá y tu tío porque ellos borraron más de lo que recuerdan y cada vez que lo perdonan y él vuelve a mostrar la hilacha se arrepienten de haberse acercado.

Me acuerdo de ser chica y estar súper concentrada escribiendo o leyendo y él llamándome desde otra habitación o sacándome de golpe del trance con un grito enojado para después reírse y decir que era una broma. Quedaba con taquicardia, te juro. Tenía ocho, nueve años y me hicieron ver por esas palpitaciones que me despertaban a las cinco y media de la mañana, cuando lo sentía que empezaba a moverse por la casa, y que no me dejaban dormir hasta bastante después de que lo escuchaba roncar en la pieza de al lado. Dijeron que yo estaba bien de salud en general, pero que era una persona hipersensible y nerviosa. Después iban a llegar otros problemitas medio más difíciles de diagnosticar. Él negó todos esos diagnósticos, por supuesto; no le convenía reconocer de dónde me venía la locura que le daba (le da) tanta vergüenza.

Mi amor, ya sé que no estoy loca. En todo caso ustedes no me perciben así, porque me aman. Porque les amo, y tengo toda la intención de que no tengan que verme como lo vimos a él tantas veces.

Cuando se iba de viaje o tenía una peña con los amigos era el único momento en que todos podíamos ser nosotros mismos: mamá una persona jovial y divertida, que cantaba y bailaba y habilitaba música fuerte, y nosotros tres hermanos que gritaban, peleaban y a veces hasta rompían algo. Una catarsis que se cortaba tan pronto el auto doblaba la esquina y había que bajar la intensidad, bajar como un barrilete al que le van enrollando la piola medio a los tirones.

Me acuerdo que ese verano él estaba peor que nunca, es que no hacía ni un año que se había muerto el tío, el padrino de tu mamá. Cuando lo encontró… o antes, cuando le avisaron lo que había pasado, yo creo que ahí se le terminó de romper algo. Dicen que lo pateó en el piso, que lo puteaba mientras lloraba. Yo no sé, no me consta, tal vez la abuela que estuvo ahí te pueda decir. Después de eso andaba por la casa con los ojos fijos y te miraba con una cara que parecía, no sé, una hoja en blanco, una pared. Rígida, vacía.

Y fue empezar el calor y él se empezó a poner más y más paranoico, se enchinchaba por cualquier cosa, se volvía gigante, amenazador. Controlaba todo lo que hacía mamá, no la dejaba salir ni a ver a sus hermanos. Tomaba mucho, se peleaba con los amigos. Buscaba cualquier excusa para explotar. Un día volví del trabajo y la encontré a mamá con la cara desfigurada de haber llorado, tu tío me dijo “nos vamos a lo de los abuelos, juntá algo de ropa, no hagas ruido con la puerta”. Lo de los abuelos, tus bisabuelos, quedaba demasiado cerca de casa pero igual nunca tuvimos otro lugar a donde ir.

Eventualmente el viejo se despertó de la siesta inducida por el vino, encontró la casa vacía y se imaginó todo. Mi abuela, tu bisabuela, no quería pasar el teléfono pero nosotros lo podíamos escuchar clarísimo, hablando con la voz que se le afinaba en un grito como siempre que estaba furioso. Nunca pasé tanto miedo como ese día, y eso que hubo muchos otros días peores en ese verano, sobre todo cuando tuvimos que volver a la casa, después de lo que pasó.

Y lo que pasó fue que… bueno, tu bisabuelo, el papá de la abuela, le pegó un tiro a tu abuelo, mi papá. Porque nos iba a matar a todos.

¿Viste la puerta esa grande y pesada de la casa de la bisabuela? Él la tiró de una patada, la arrancó de las bisagras y quedó medio torcida. Pasó muy rápido, desde que lo escuchamos llegar al garage hasta que tu bisabuelo pudo meterse a su pieza, agarrar la pistola y salir al pasillo justo para ponerse en medio del camino entre él y mamá. Tiró sin mirar, pero apuntó a matar. Y ahí fue que el viejo se quedó quieto, con la boca abierta y un agujero de bala a menos de diez centímetros de la cabeza. Fueron dos o tres segundos de silencio y ahí la bisabuela, la mamá de la abuela, se le colgó del cuello, lo abrazó llorando para que no hiciera nada más. Todavía era temprano en la tardecita cuando lo escuchamos llegar, afuera estaba lleno de gente que ya empezaba a dar gritos, llegó la policía y se fueron todos a la jefatura ahí nomás a la vuelta.

Seguro debe haber llorado un montón después de eso, debe haber sentido que todo era terriblemente injusto. Si él no nos iba a hacer nada, si fue “un arrebato”, nomás. Por eso le agarró bronca al papá de la abuela, hasta hoy que lleva muerto veinte años lo putea cuando habla de él. Porque con ese gesto extremo lo había dejado en evidencia delante de la familia, los amigos y el pueblo entero; ya no se podía hacer el boludo, no podía negar más que es un enfermo y un violento.

Después de muchas vueltas volvimos a la casa, hizo el amague de encarar un tratamiento que abandonó a pocas semanas, nos prohibió volver a verlos a él y a los tíos, los amenazó de muerte si volvían a acercarse a nosotros. A tu abuela le arruinó los últimos años que tenía para disfrutar de su papá. De nosotros tres fue tu mamá la que más lloró por él, por su falta.

Por suerte llegó a conocer a tu hermana justito antes de morirse. Vos lo hubieses amado.

6. Fuera de este mundo.

En la facultad, Isabella era la que se sentaba en los bordes del aula, ni al frente ni al medio, cruzada de brazos mientras los demás tomaban apuntes, la vista fija en la persona que hablaba. Siempre de fajina o de joggings, siempre a cara lavada. Hacia el final de la clase garabateaba dos hojas, quizá tres, en un cuaderno espiral. Lo hacía sin mirar y a toda velocidad. Después se sacaba nueves, diez. Ocho en un mal día. No se juntaba dos veces con el mismo grupo de estudio ni ofrecía su casa. A Oscar, que era bastante solitario, la forma en que ella parecía estar sola y cómoda a pesar de todo le intrigaba muchísimo.

Una tarde, mientras acomodaba las bateas de la disquería, la vio entrar y caminar con mucha seguridad hasta el puesto de escucha. Pasó disimuladamente por detrás y vio que le había dado play a OK Computer, siempre el mismo tema. Terminaba y volvía a ponerlo, así durante seis o siete pasadas. Después colgó el auricular con una sonrisa y se fue. Cuando cambiaron los discos, al mes siguiente, fue al mismo puesto de escucha y eligió otro álbum, The Screen Behind The Mirror. Tema 3, misma secuencia. Al tercer mes, cuando le tocó el turno a Libertinaje y su tema 6, a él ya lo habían promovido al mostrador de cambios y escucha a demanda. La tenía directamente enfrente y cuando lo miraba de reojo, le sonreía y volvía la vista a sus CDs.

El cuarto mes ella le alcanzó por encima del mostrador Songs from a Secret Garden y le pidió por favor el tema 4. Lo escuchó con la vista baja, las manos cruzadas y apoyadas en el mostrador, y cuando terminó levantó los ojos, entreabrió los labios y Oscar ya le había dado a la tecla de repetir sin que necesitara decir nada. Ahí sí, Isabella sonrió. A la cuarta repetición de la canción, se quitó los auriculares, le dio las gracias y se fue. Pero le había dejado en un papelito el número de un teléfono fijo. Y él la llamó al salir.

Así supo que vivía en una pensión de estudiantes no muy lejos de la facultad y de su trabajo, y que estaba allí la mayor parte del tiempo cuando no tenía que cursar. Era extraordinariamente desenvuelta por teléfono, más que en persona, como si la omisión del contacto visual le hiciera menos difícil la interacción.

Empezó a buscarla a la salida de la disquería con la excusa de caminar juntos hasta el bosque. A veces ni siquiera hablaban, ella llevaba su guitarra o él la suya y cuando uno tocaba, el otro se estiraba en el pasto a mirar los árboles. Un día Oscar se quedó entredormido y en algún momento Isabella dejó de tocar, le apoyó una mano en el pecho con toda la palma extendida. Tratando de disimular que se le había acelerado el corazón, él le agarró la mano sin abrir los ojos, tanteando si se resistía y no. Dio vuelta la palma hacia arriba, y no. Llevó la muñeca a sus labios, apoyó apenas la nariz. Le sintió la respiración temblorosa. Abrió los ojos y reconoció en los de Isabella una urgencia reprimida que no encontraba manera de expresarse en palabras.

A partir de esa tarde, cada vez que había mal tiempo iban directamente al departamento de Oscar o a un hotel alojamiento que quedaba a pocas cuadras de allí. Entraban sin mirarse y sin darse la mano siquiera, se besaban muchísimo tiempo antes de desnudarse, demoraban muchísimo tiempo desnudos después de coger. Ella sólo hablaba con alguna desenvoltura después del coito, siempre sobre música o de alguna cosa que habían leído para la facultad. Oscar era un seguidor, maravillado de la forma en que Isabella había sabido darse a entender para que un corto de vista como él captara la situación y se sintiera cómodo y desenvuelto.

A veces ella le llevaba las facturas que le gustaban, a veces él la invitaba a comer algo que le mandaron sus abuelos desde Dolores. La regla era no tratarse como novios, no pernoctar, no contarle a nadie lo que estaba pasando. Oscar creía que ella sí tenía pareja, pero nunca preguntaba nada, así como ella no le preguntaba nada tampoco.

Una tarde particularmente fría Isabella llegó al departamento con dos botellas de vino y le explicó que esa vez necesitaba tomar hasta olvidarse de todo, sobre todo de sí misma. Que no la dejara hablar. Oscar obedeció, como siempre. La desnudó, la exploró a conciencia entre vaso y vaso de vino, dejó que ella pidiera y a su vez fue corriendo los límites de lo permitido. Empezó a decirle todo lo que le pasaba por la cabeza desde que la había visto entrar por primera vez en la disquería. Masturbó, chupó, mordió y lamió hasta que Isabella se deshizo en lágrimas, perdido el control del cuerpo y de la mente. Cada vez que quería hablar le cerraba la boca con la suya, con la mano, con la almohada. Terminaron agotados y laxos cuando ya salía el sol, por primera vez desde que todo había empezado.

“Necesitaba esto” dijo ella finalmente, cuando Oscar ya no tenía fuerzas para callarla, “un lugar fuera de este mundo. Vos sos mi lugar fuera del mundo. No podemos ser otra cosa. ¿Estás de acuerdo?”

El dijo que sí con la cabeza, la abrazó y se quedaron dormidos.

7. Cada cuatro años

Este año nos encuentra en bancarrota, totalmente fundidos. Más que en 2010, cuando apenas teníamos para comprar ropa pero igual pagábamos un café y un agua mineral en un bar de la cuadra para poder ver a la selección de Maradona. Como nunca, como hacía muchos años, caminábamos al Obelisco junto a otros miles celebrando cada triunfo, durase lo que durase. Ahora que toca mundial en primavera, casi a fin de año, llegamos agotados de remarla entre carencias, enfermedad y malas noticias.

Este año al menos sabemos que no importa si no se firma un contrato, igual podemos quedarnos en la casa en la que estamos. Parece mentira, doce años después de aquél otro mundial la crisis de vivienda tiene a gran parte de nuestros conocidos y amigos peregrinando entre alquileres exorbitantes y propietarios que ponen condiciones imposibles, pero aaaaahhh, todos esperan con ansias este mundial, un respiro en medio de tanta angustia, incertidumbre, inflación y bronca.

Este año quizá sea el año, me digo, ya que 2018 pasó sin pena ni gloria, y no me refiero sólo a Rusia 2018 y quedar eliminados en octavos. 2018 fue uno de los años en que tuvimos que afrontar los peores retos como pareja, como familia. Quizá por eso pasó medio desapercibido lo del mundial, o al menos ya casi no lo recordamos, perdido entre cajas de mudanza, tragedias personales y problemas de salud, propios y ajenos. Ni un solo partido recuerdo del mundial más reciente.

Ah, pero 2014… El año después de uno de los grandes descalabros, el año de la marihuana y el alcohol a cualquier hora, el año en que decididamente nos volvimos hacia adentro, más resueltos que nunca a abandonar la ciudad. Ese fue el mundial de nuestras vidas. 2010, 2014, y pare de contar. Casi ni me importó que perdiéramos la final, nos divertimos tanto con el puterío y el memerío de las redes sociales.

Para 2006 ni siquiera nos habíamos conocido. Era el año de una depresión tan negra, de la capacitación en el callcenter y la primera mediación laboral de mi vida. No registro nada de ese mundial, apenas algo más del anterior a ése, el que se jugó en Japón-Corea del Sur, y sólo porque marcó el inicio del fin de mi etapa platense. Aquel 2002 estaba rindiendo las últimas materias de la carrera, todavía trabajaba en la hamburguesería yankee del centro de La Plata y a veces veíamos algún partido con los otros crew. Mis compañeros tardaron muy poco en sacarse de encima la frustración de la salida en fase de grupos para empezar a hinchar por Senegal. No fuese cosa que se desperdiciase todo ese entusiasmo mundialista.

Cosa de locos; cuatro años antes de eso, Francia ’98 y el Allez! Allez! Allez! de Ricky Martin me encontraban empezando la carrera, viviendo sola en una piecita de pensión y juntándome con un grupo de nerds a los que no les interesaba el fútbol, así que los partidos los miraba con las otras pensionistas en un living con olor a humedad y cigarrillo.

Para 1994 estaba en segundo año de la secundaria, perdí una apuesta con la chica que me gustaba (otra fan del fútbol, igual que yo gracias a México 86 y los Supercampeones) y después del partido contra Grecia tuve que dar una vuelta gateando por la pista de atletismo del colegio. 400 metros que terninaron con un flor de reto de mis viejos porque las rodillas del pantalón de gimnasia quedaron finitas como papel de calcar y no había plata para comprar otro. El día de la conferencia de Diego y el “me cortaron las piernas” lloré como nunca había llorado frente a un televisor. Vendrían otros llantos después, pero ese fue el primero.

Italia ’90 fue uno de los momentos más dichosos de mi vida. Veníamos de ser campeones en México, Italia era la tierra de mis ancestros, el espectáculo televisivo y la cobertura eran algo fuera de serie para muchos de nosotros, y además mi tío favorito venía a casa a ver los partidos mientras comíamos pomelo con azúcar, A veces mamá hacía torta. Por cábala, vimos la final en la casa de los abuelos, todos juntos como en el ’86. No pudo ser, y creo que nunca vi a mis tíos putear tanto, ni a mis primos llorar tanto como en aquella final, ni antes ni después, salvo tal vez en algún velorio.

Tenía seis años cuando México ’86, y disfrutaba muchísimo más leyendo que mirando televisión. Los partidos me pasaban de largo, entretenida como estaba revolviendo la biblioteca mientras los demás gritaban en la pieza de al lado. Pero algo sucedía, una efervescencia, una cosa de otro mundo, y cuando quise acordar estaba en la cama grande con todos los demás, apretada por un lado y por otro, viendo a Argentina llegar a cuartos, semis y también a la final. Antes de eso, México era para mí simplemente el país del Popocatépetl y el lago Texcoco, tierra ancestral de mayas y aztecas, un lugar que había sobrevivido a un terremoto impresionante, pero nada más. Después se volvió una piedra de toque, un instante feliz en que hasta mi padre, que no era futbolero, salió a celebrar asomando banderas por la ventanilla del auto y tocando bocina por las calles principales del pueblo.

Este año sólo espero que la Scaloneta llegue a la final para vender muchos sandwiches de miga en las previas de los partidos, así pago las deudas del mes de octubre y me queda el aguinaldo para arreglar el auto.

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Romanova
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