¡Pelea!

Romanova
5 min readJan 7, 2019

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(escrito a las apuradas en algún momento de diciembre de 2018)

Lo que más me conmueve del video de Thelma Fardín no es su rostro demudado y lleno de lágrimas mirando a cámara, su voz quebrada relatando la violencia ejercida sobre su cuerpo y por ende contra su integridad humana (esa cosita que tiene el que se sabe poderoso cuando te rebaja a objeto porque de otro modo no te sabe tener, viste). Lo que más me conmueve del video son esos breves dos, tres segundos en los que aparece la que era al momento del ataque. Una adolescente, protomujer de dieciséis años.

Le escucho decir, como cada vez que aparece un caso similar: no puedo entrar en la cabeza de un hombre que siente o se habilita la atracción por una niña. Como a pesar de ser dos tenemos las tripas unidas en los mismos sentimientos, lo percibo conmovido y asqueado. Pensamos al unísono en sus hijas, en sus nietas, en nuestras sobrinas sanguíneas y putativas. No decimos nada. Él contiene a mujeres desde edades muy tempranas. Fue uno de los pocos hombres con quienes pude y puedo conversar acerca de esas experiencias que nunca supe callar, porque me curo con palabras, pero que si minimicé en su momento para no darle al mundo el placer de percibirme víctima.
Fue, sí, el primero en matarme a preguntas. Qué se siente, cómo se siente en verdad, cómo fue entonces, cómo lo ves ahora que pasó el tiempo, qué hiciste, qué te gustaría haber hecho. Esa curiosidad que en casi cualquier otro hombre me resultaría sospechosa deriva de su necesidad de comprender, así que no temo darle las respuestas más crudas.

Sé que una de las razones por las que está conmigo es que sabe que dispongo de las herramientas para defenderme, hasta de él si fuera necesario. Porque a pesar de mi corazón tierno soy una sanguinaria a la que no le tiemblan la voz ni el pulso para pelear.

Y yo fui de las que tuvieron suerte, no es que me hizo así la herida prematura de un abuso. La violencia que sufrí estuvo no tanto motivada por el género como por cuestiones de mera existencia; a veces es el estar en el mundo lo que molesta, la forma en que te plantás, negarte a la docilidad, no ser lo que se espera que seas extramuros. Como Thelma, también tengo cuerpo de mujer desde los doce años y sufro las observaciones sobre mi aspecto físico desde los 10, momento en que me desarrollé. Y si bien he sido capaz de replicar, de defenderme y no quedarme callada, muchas veces agredieron mi integridad física y mental; muchas veces regresé a casa llorando y pensando no salgo más, no me pongo más esta ropa aunque me encante, odio este cuerpo, odio este mundo.

Como Thelma, también me sequé las lágrimas y no dije nada y salí a hacer la vida que toda adolescente hace, a pesar de las cosas truculentas que ve y experimenta todo el tiempo. Salí a bailar, a gozar de mi cuerpo, a comer y beber, a pelearme, a hacerle frente a los comentarios no solicitados sobre mi persona, a frenar todo el tiempo los avances que suscita una persona que habla y actúa sin miedo. Mi vida ha sido medida, juzgada y pesada por pares y nones, como a toda persona que elige cómo va a ser afectada por los sucesivos dolores que la atraviesan. Como me sobrepongo al dolor, no fue para tanto; como no soy una buena víctima, merezco que mis dichos sean puestos en duda.

Una buena víctima exhibe sus heridas, se encierra, se deprime, llora, no puede llevar adelante una vida normal, grita PROBLEMÁTICA por todos sus orificios, en fin: es digna de credibilidad porque es digna de compasión. El famoso proceso de revictimización, que (oh, ironía) se parece muchísimo a ese argumento al que recurren los agresores cuando se encuentran acorralados y ya no pueden negar lo evidente: tengo un problema, la vida me hizo así, soy esto porque me pasó aquello.

Por cuestiones que atañen a mi propia historia, tengo muy internalizado el mandato de ser fuerte y no llevar problemas a casa. Consecuentemente, tuve que aprender a defenderme sola cuando no había adultos que intermediaran en situaciones de avasallamiento a mi integridad. Más allá de eso que me configuró A MÍ, y que no tiene por qué replicarse en otros casos, siento que es imperioso sacar a mujeres y varones de la caja de cristal en que los meten las crianzas no inclusivas ni diversas desde la primera infancia.
No es lo mismo obligar a un niño a dar un beso que no quiere dar (“saludá, no seas maleducado”) que sentarse con él a explicarle los límites de la cortesía y las elusivas fronteras de la potestad del cuerpo. No siempre cuerpo y mente maduran a la par, he allí una trampa. Y la noción de alienación del propio cuerpo es algo que el niño no siempre puede verbalizar porque recién se está reconociendo.
La insistencia respecto de la implementación de una Educación Sexual Integral en todas las instituciones, desde la familia hasta el último eslabón de la cadena de socialización (club, escuela, iglesia) no es caprichosa: se trata de brindarle más herramientas a los chicos en un mundo que cambia año a año, lustro a lustro. Donde la información circula vertiginosamente y las situaciones escalan de forma explosiva en cualquier ámbito, comenzando en el más pequeño grupo de pertenencia.

Resulta difícil de asimilar, pero no existe esa ilusión idealizada de preservar la inocencia. Los niños se van a romper, en algún momento, cuando salgan de su burbuja y tomen contacto con el mundo.
Algunos ya nacen desburbujados, desprotegidos de esa noción falsaria de inocencia. No se trata de romper a los niños en casa, como hacen muchos abusadores en el seno de la propia familia (yo te creé, yo te rompo). Se trata de enseñarles que no todos los extraños son enemigos ni los conocidos amigables, que hay peligros en cualquier lugar y existen maneras de hacer frente a las violencias sobre uno mismo. De pelear el propio espacio sin excluír al Otro, sus sentires y haceres. De salir al mundo atento a la mirada y la acción de terceros, pero con absoluta noción de uno mismo.
Cuanto más robusta la autoestima del niño y más amplia su mirada sobre el mundo que le rodea, más herramientas de las cuales disponer. Enseñar la potencia del NO, proveer de nociones de autodefensa para cuando no exista el entorno protector. Porque eso también va a pasar.

A veces, muchas veces, no alcanza. Otras tantas hay algo que nos acostumbramos a llamar “suerte”. Lo escucho entre mis amigas. “Tuve suerte”. Suerte de que no pasara nada. Suerte que apareció alguien. Suerte que me hicieron caso. Suerte que esa gente era buena gente.

Vuelvo al principio, al video en el que Thelma Fardín estetiza (sí: hay estetización, hay intención dramática) su experiencia. Más allá de la elección del soporte, más allá del efecto buscado por las lágrimas y el video en el que aparece a los dieciséis años, queda lo fáctico: la imagen de la adolescente que fue en toda su potencia, en toda su carnalidad y sustancia. Thelma niña existe, y existía al momento de ser forzada por un hombre mucho mayor que en el acto de negar su NO borraba su humanidad. Thelma niña en el video está allí para recordar que no hay despersonalización posible cuando se aprende a dar pelea. No importa si temprano o tarde.

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