Perdiendo humanidad

Romanova
5 min readJul 3, 2018

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Nunca sabremos qué pasó con ese chico. Lo que sucedió realmente, lo que el río no puede contar ni siquiera a través de la histología, de las mínimas huellas que dejaron los microorganismos en el cuerpo. Nunca sabremos qué pasó de verdad, cómo fueron sus últimos segundos, sus últimos pensamientos, la última imagen que vieron sus ojos.

Nunca lo sabremos porque es mejor que no se sepa, o existe al menos un cierto interés en que esa parte umbrosa (lo que no puede develar una autopsia, lo que no quieren contar los testigos) continúe vaga y difusa todo el tiempo que sea posible.

Nunca lo sabremos porque hay quienes no quieren saber lo que pasó. Quieren creer que saben. Quieren convencerse de su versión de la historia. Y con eso, buscan… ¿qué? ¿paz? ¿expiación? ¿Para sí mismos? ¿Para los referentes que les bajan línea, cada uno con su propia versión oficial e irrebatible?

Podría contar cómo viví cada uno de esos días casi de memoria. Todas las teorías que pasaron por mi cabeza. La innumerable cantidad de veces que se me revolvieron las tripas. Podría; después de todo, este es mi espacio y en él me doy el lujo de ni siquiera nombrar al pibe, primero porque no se me antoja que el algoritmo atraiga hordas descerebradas de convencidos de La Verdad. Pero también, y sobre todo, porque ya lo conocemos. Porque su nombre en sí mismo no importa; es uno más de cientos en la historia de la vergüenza argentina. Importaba su vida para quienes lo quisieron, importa su muerte porque fue cruel y se hizo de ella un espectáculo infame. Un Nadie sacrificado en el altar de la opinión pública para que los Alguien (políticos, medios, instituciones) se dieran corte, se lucieran, sacaran a pasear sus vergas enhiestas. Para que nos vieran tirados y revolcándonos en el barro de la más perversa inhumanidad.

En esos setenta y nueve días se dividió la opinión pública entre los defensores a ultranza de teorías, los parodiantes, los miserables, los indiferentes. No había forma de quedar al margen. Si estabas conectado, alguien te imponía una cadena, un artículo periodístico, un meme. Al calor de semejante batifondo empezó a surgir una nueva corriente: los angustiados. Como con el fiscal, ¿se acuerdan? Cómo, ¿vos no estabas angustiado? Pues una punzante insistencia mediática bien fogoneada y reforzada por la penetración del fenómeno hashtag bastará para curarte. Listo, ya estás metido en el mismo barro que todos los demás.

El recorrido que hizo la investigación lo vivimos más o menos en tiempo real. ¿Hace falta que recuerde todas las teorías y las falsas pistas? Aquí se ocuparon de recopilar los momentos más sobresalientes, para quienes necesiten un ayudamemoria. Parece tanto para tan poco tiempo, pero estas cosas no suceden porque sí o sin contexto, aunque existan intereses que apuren una conclusión, un punto final.

No sabía nadar y se ahogó, se metió en un conflicto que no era suyo y pagó las consecuencias. Ese es el discurso de una parte de la conciencia colectiva domada a fuerza de repetición y hartazgo, dócil frente a sus referentes, con la panza hinchada de los que no necesitan mover un dedo para conseguir nada. El Estado es responsable, sus fuerzas de seguridad lo llevaron a la muerte. Ese es el discurso de quienes jamás cuestionarían la pureza de motivos de un héroe moderno, una figura idealizada que representa la resistencia a los efectos más nocivos del poder concentrado. Los que defendieron a los mapuches a ultranza, aniñándolos. Los que eligieron no ver que en un conflicto que por historia y contexto los excede, los pueblos originarios tienen posiciones internas, sus propios intereses, su propia agenda. Y que se manejaron mal. Muy mal. Tanto como el Estado, por más David y Goliat que se presente el conflicto. Ninguna de las partes dudó en deshumanizar la figura de un joven artesano hasta convertirlo en un símbolo, vaciado de todo contenido, listo para ser colmado de cualquier característica, positiva o negativa, que otros quisieran asignarle.

Argentina es ese país donde todo lo que no es inmediato emocional y geográficamente queda ridículamente lejos. Y sus habitantes son tan infantiles que necesitan de alguien que le diga lo que pasa. Si es de Buenos Aires, mejor. Episódicamente, un caso particular toma fuerza e interés para luego pasar al olvido más rotundo, con la división furiosa de la sociedad como única huella visible.

Todas las formas de la pereza intelectual puestas al servicio de la certeza; eso nos dejó este caso. Y fue doloroso, y fue relevante, y habla mucho de nosotros, de la forma en que nos asociamos cuando una causa nos repulsa o nos atrae. Ayer escuchaba a una periodista mexicana, que reside en el país desde hace quince años, decir que lo que más le preocupa de la idiosincracia argentina es su insensibilidad social. Lo rápido que se vuelve al Otro un objeto cuando su pensamiento, sus acciones o su sola existencia ponen en jaque el propio ideario, la visión del mundo. ¿Por qué un objeto? Porque no hay nada más fácil de dañar, romper o descartar que algo que no tiene humanidad.

Suprimimos la humanidad y todo es más fácil: el odio al otro, el repudio a su forma de ver el mundo, las acciones que emprende para cuestionarlo y cambiarlo. Incluso justificar su muerte. Todo está calculado, todo es intencional. Es un mecanismo que aún si el hombre como especie tiene bien sabido, nunca fue tan explotado en favor de intereses espurios y corporativos como ahora. Cada vez más conectados y más solos, cada vez más sensibleros y menos sensibles. Cada vez más la falaz dicotomía civilización y barbarie.

A un año de la desaparición del pibe, la única verdad parece ser que no sabremos la verdad. Repetiremos para siempre los informes, las declaraciones de los testigos, las reconstrucciones, los él dijo, ella dijo. Desarmaremos la aparatología mediática buscando la punta del ovillo de la maledicencia. Nos asombraremos de la poca humanidad de los Otros y jamás miraremos la Nuestra. No entenderemos por qué el malestar cada vez es mayor e insistiremos en culpar a los que desde la vereda de enfrente, sostenidos por otros hilos (otro andamiaje simbólico) nos señalan a su vez como culpables.

Eternizaremos el circuito de la carroña, una y otra vez, mientras los titiriteros se adueñan del tiempo y los recursos, anulando cualquier posibilidad de cooperación y entendimiento futuro entre nosotros.

Dije más atrás que su nombre no importaba y SÍ que importa. Pienso en la escena de El Club de la Pelea en la que el caído insigne, amigo del protagonista, recupera su nombre justo después de la muerte. ¿Qué nombre te daremos, Brujo, ahora que tu existencia se diluye en la frágil memoria de esta República joven? ¿Qué será de tu potencia perdida en la ciénaga de nuestros incontables muertos? Yo voy a nombrarte, Santiago, aunque sea para volver a investirte de esa humanidad que te arrebató el manoseo mediático, la compulsa política, la burla carroñera sobre tus restos. Y ojalá que los vivos que se ensañaron hasta el hartazgo con tu mínima existencia se la pongan de frente, en algún momento, con el fatalismo helado de la impunidad.

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