Escribo ya para casi nadie, en una era donde se perdió la costumbre de conocerse a través de las palabras. Soy de las intuitivas, entre otras cosas, porque lo primero que aprendí fue a escuchar (leer) a los demás. Era eso o quedarme a solas con las voces que agitaban dentro un monstruo de mil matices, siempre dispuesto a emerger.
Lo domé con gestos, rituales que persisten hasta hoy; no por completo, hasta donde pude. Todavía reclama ofrendas en la piedra de sacrificio. De mi monstruo aprendí a negociar, a imitar conductas que no me eran naturales, a procesar las caprichosas emociones ajenas. De alguna forma supe cómo ponerlo en segundo plano, vivir con él-ella mientras inundaba de imágenes, sonidos y gritos mi cabeza, una cara siempre vuelta hacia el mundo como si dentro de mí todo estuviese en calma.
Recuerdo la primera vez que alguien dijo “me das mucha paz”, la risa ahogada como un vómito espeso que quedó a medio camino de la garganta. Era él-ella que reía. Nunca tenemos paz pero sabemos darla. Nunca vamos a estar en paz. A veces hay tregua, pero el cuerpo y la mente siguen siendo un campo de batalla.
Puedo desconocerme con todo el mundo menos con este monstruo polimorfo que acepta que le tenga confinado a cambio de concesiones que, imagino, me desfiguran. Soy mi propio retrato de Dorian Gray al precio de no haber vendido el alma, de apostar a que podía ser yo misma aire libre y jaula, represión y libertinaje, racionalidad e instinto.
Hay poco que se puede saber con seguridad. Yo creo que sólo sé una cosa: que no consigo atravesar la vida sin piedras de toque, sin puntos de anclaje que nos traigan de regreso cuando el Daño enorme de estar vivos en un mundo cruel se impone, inevitable; una mortaja helada cayendo sobre el corazón. Hay otras cosas que creo entender, como el amor, que nunca sé si nació conmigo o si nací para él (aunque me gusta imaginar que es esto último). Que nada está escrito ni es definitivo, y todo es pasible de olvido más temprano que tarde. Que nos traen a la vida para morir, que no hay mucho más que pasar por el mundo haciendo el menor daño posible.
Estiro los dedos para tocar la cabeza del gato. La monstruo se mueve, me roza el corazón con una extremidad helada, me recuerda que hoy puedo morir en la ruta camino al trabajo, que es una cuestión tan azarosa como este animal llegando a casa de la forma en que lo hizo, o nosotros conociéndonos sin imaginar el final inevitable.
Empiezo a caminar, sale un sol de primavera y cada paso me aleja del punto de anclaje más fuerte que tengo, que es una casa móvil, una nave, un árbol, sólo por accidente un ser humano parecido a mí con su propio monstruo. Me pregunto, como cada día, cómo hacemos para vivir con la absoluta conciencia de que todo lo que amamos puede faltar en cualquier momento.