Tal vez las personas desordenadas desarrollamos una capacidad de sublimar el caos mediante rituales, ceremonias diarias que nos organizan la vida. En todos los casos de que llevo registro, una característica fundamental emerge: no podemos escindirnos de la entropía pero no queremos quedar sepultados por la desorganización, definitiva y fatalmente desbordados hasta que empecemos a olvidar el paso a paso de la vida cotidiana.
Va más allá de hacer las cosas exactamente iguales una y otra vez, o de apegarse a las primeras versiones exitosas de un rito (rasgo que critica el creativo de la casa, un tipo que es incapaz de cocinar dos veces el mismo plato porque siempre está mejorando). Admite ajustes y mejoras, aún si la propia estructura neurótica se acomoda y nos tironea la manga para que dejemos todo como está, no sea cosa que el desorden avance. Es mucho más que un ejercicio de plasticidad mental, pero sobre todo eso. Terca, a veces me enamoro de algunos rituales y pienso que cualquier modificación atraerá lo que quiero alejar de mí. Tardo, pero me convenzo de que se puede hacer mejor, más rápido, más placentero.
Y también hay días en que no puedo ejecutar ninguno de esos rituales, ni siquiera los que más me gustan. Temo, o bien intuyo, o sé con seguridad que me voy a cansar (a aburrir, a frustrar) antes de que la tarea esté terminada. A veces me reconcilio con la idea y voy para adelante de la única forma que sé: atropellando. En esos días no consigo los mejores resultados. Otras veces decido que la cosa madure por sí sola, respirar hondo y dejar que el caos gane cierto espacio hasta que pueda reagruparme y contraatacar. Los resultados obtenidos de esta forma no son ni mejores ni peores, pero representan un alivio similar al que sucede luego del retardo del clímax.
Hay una sola tarea que no consigo ritualizar y es la de mi escritura. Ahora que reduje mis pertenencias y ajusté los ambientes a un volumen de cosas que puedo manejar, ahora que encuentro la forma de no caer en el abismo de la dejadez y la molicie, siento que podría estirar los dedos y tocar la superficie de un orden que me permita escribir, por fin, como cuando era niña: olvidada del mundo, en largas horas de vuelapluma, relectura y edición, aunque todo termine en un cajón.
Estoy por cumplir cuarenta años. De esos cuarenta, treinta y cinco han sido profundamente atravesados por la lectoescritura. De esos treinta y cinco, veinte pasé estructurando en mi mente relatos que no encuentran una vía de salida. Allí empezó, en algún momento de esos veinte años. Frente a la pura posibilidad de canalizar ese flujo de imágenes y palabras, me acobardé. Abri la puerta para recibir al caos y fui extremadamente generosa en la bienvenida.
El abandono de los viejos ritos (simples, escasos, tendientes a despejar el tiempo de ocio necesario para escribir) me empujó a un desorden que de tan antiguo pienso que es natural en mí, cuando en realidad es excepcional. Y lo poco que me llevó acostumbrarme a eso es inversamente proporcional a lo que cuesta deshacerse de toda esta acumulación de nuevos ritos (complicados, numerosos, tendientes a recargar cada minuto de mi día para que no pueda siquiera sentarme a ejercitar los dedos en el teclado).
Convertida en mi peor-mejor enemiga, sólo dispongo de unos pocos años más para extraer de mí el pus de tanta palabra acumulada, de tanta historia que a fuerza de dar vueltas en mi cabeza corre el riesgo de salir eyectada al mundo convertida en cualquier cosa, una criatura malograda y amorfa que pasó demasiado tiempo en estado de pupa y no puede extender las alas. Apenas caer de la crisálida a tierra y arrastrarse hasta tocar algo parecido a un milagro.